Uno puede esperarse lo mejor viendo al menos los tres principales nombres del elenco, y se lleva un susto de muerte cuando, antes siquiera de empezar los títulos de crédito, unos rótulos negros nos advierten, que si patatín que si patatán, que los judíos estaban muy mal vistos y muy mal mirados en la Venecia del año de la chimbamba, que no tenían propiedades, los pobrecitos, que vivían segregados de las ciudades, que tenían que ponerse un gorrito rojo, que los despreciaba todo quisqui y que se tenían que dedicar a prestar dinero a usura. Lagarto, lagarto, pese a Al Pacino y Jeremy Irons, pardiez, ya uno se da cuenta ahí mismo que nos van a presentar a un William Shakespeare políticamente correcto.
Y, verán, uno pasa porque tenga que tragarse al viejo Will traducido al español y escuchar las voces de esos monstruos de la escena dobladas, pero que una obra que es en sí misma una obra de su época, llena de marrullerías, de desprecio, de exageraciones y de malos malísimos que justifican los motivos de su odio en su misma segregación (pero con palabras, no con miraditas tiernas) acabe convirtiéndose en... en no sé qué, ¿en una muestra de que esas cosas ya no pasan cuando todos sabemos que sí pasan? Que el racismo existe y seguirá existiendo es impepinable. Y que hasta los genios nacidos en Stratford pudieran albergar sentimientos xenófobos no quita para que fueran genios de lo suyo y de otras cosas: cada uno es hijo de su tiempo y descafeinar la obra para presentarla de esta manera, como que no merece la pena. Me parece.
Porque llevar El mercader de Venecia al cine, hoy, es un trabajo difícil, porque la obra lo es, y el espectro de la burla racista al judío Shylock (ese malo malísimo empeñado en hacer valer la ley y cobrar su mísera libra de carne humana a un calzonazos como Antonio, aquí interpretado por un Jeremy Irons con piloto automático y con ganas de cobrar el cheque para irse a casa y llamar a Loles León o a quien se tercie) es algo inseparable de la tragicomedia. Porque tragicomedia es, a fin de cuentas: un grand guignol de personajes de carne y hueso donde el judío es ladino, los cristianos buenísimos y tontorrones, las mujeres inteligentísimas y dadas al travestismo (la marca de la casa y de los tiempos, ya saben ustedes todos desde que vieron Shakespeare in Love, ¿verdad?). El director no parece enterarse y se lo toma todo con mucha rimbobancia, con un tono solemnísimo que además subraya la música (maravillosa, pero muy seria). La película pasa de tragedia a comedia a pasos chirriantes. Y lo mal fotografiados que están algunos actores (¿qué le ha pasado al pobre de Joseph Fiennes en la cara, Dios bendito?) produce cierto sonrojo.
Luego hay cosas de juzgado de guardia. Uno no sabe si la copia que ha visto hace un rato en el cine estaba mal cortada o que el cameraman tenía la ventanilla mal abierta. Porque, vamos a ver, si yo voy a mostrar tres cofres tres (oro, plata, plomo) para que el pretendiente de turno elija, lo más normal sería mostrar un barrido o un plano pelín abierto que nos mostrara a los tres, ¿no? Pues no. Aquí lo que vemos es un plano cercano, donde apenas se ve un cachito de superficie de la tapa y el resto, el príncipe negro y su corte de risueños bereberes. Y ya está. Lo mismo con el bello parlamento de Shylock (aquello de "Si nos pincháis, ¿no sangramos?") donde el bueno de Al Pacino intenta dar fuerza al gesto moviendo las manos... y, sí, exacto, el plano lo corta justo por debajo de la primera falange.
Con todo, si uno es capaz de sobrevivir a la primera hora de tediosos planos con flush, música de cámara, pilinguis venecianas con las tetas fueras y gente fea, muy fea, el momento del juicio tiene garra y la escena final entre los enamorados se hace simpática. Porque Shakespeare sigue siendo mucho Shakespeare, claro, no porque el director esté a la altura.
Imaginen ustedes la que se nos puede venir encima: un Otelo que mate a Desdémona, siendo ya Desdémona mulata. Una Lady MacBeth que irá a misa y tendrá remordimientos porque, ay, por accidente empujó a su esposo para que empalara al rey de Escocia con su espada. Unos Romeo y Julieta que cambien el balcón de época por una piscina climatizada... Uuyuyuy..... viejo Will, no sabes lo que te pueden acabar haciendo, maestro.
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