Este relato podría ser lo más parecido a un fanfic que yo haya escrito nunca, pero en realidad fue un encargo de ediciones Forum cuando, por si ustedes tampoco lo han olvidado igual que ellos, eran los editores de los cómics Marvel en España. En la margarita continua de poder hacer o no superhéroes españoles (primero se hizo aquello del Caballero Plateado y luego ya nosotros presentamos, muuuuchos años después, los proyectos Iberia Inc y Triada Vértice), de hacer o no Conan made-in-Spain (luego el gato se lo llevó Italia al agua), se llegó a la solución intermedia de publicar relatos de superhéroes. Alguien en la editorial se puso en contacto con Carlos Pacheco, y él se puso en contacto conmigo y éste fue el resultado, un relato tongue-in-cheek que pagaron y todo en su día... aunque luego no llegaron a publicarlo nunca (como no publicaron los otros tres relatos que se presentaron más tarde). Al final, esta historia y las otras dos se publicaron en el fanzine El Fantasma, antes de que el entrañable Luis G. Prado se reciclara a Artifex y Bibliópolis, y creo que también en uno de mis libros recopilatorios, El centauro de piedra.
Quizá se le notan los años a esta historia, escrita allá por el noventa o noventa y uno, antes de que llegaran los clones, las arañas escarlatas, los guionistas televisivos, Joe Quesada y la falta de respeto para Gwen Stacy (un personaje ficticio, a fin de cuentas) y sobre todo para con quien había trabajado en el título antes de ahora. Por si no entienden ustedes el rizo de la historia, les aclaro que en los tebeos Marvel existe el juego escénico de que no estamos viendo ficción, sino realidad: los tebeos Marvel en realidad son la crónica de eventos que suceden en nuestro mundo. Los dibujantes y guionistas no hacen ficción, sino que retratan unos acontecimientos. Es un juego que iniciaron Stan Lee y Jack Kirby en el número 10 de Fantastic Four y que se repite de vez en cuando, haciendo interaccionar a los personajes con los autores, quienes tienen que lidiar con los enfados, las pataletas, y hasta la antipatía de los superhéroes cuando estos no están conformes con cómo cuentan sus andanzas.
La cosa se complica cuando, en los mismos tebeos, vemos a los personajes leyendo tebeos Marvel. Tebeos que, por el lío de dobles personalidades y protección de anonimatos, evidentemente no pueden reflejar esa realidad tal como nosotros la leemos. De este galimatías surge esta historia.
(A Stan Lee y Jack Kirby, por aquel Fantastic Four número 10 y las implicaciones que arrastró consigo).
En colaboración con Carlos Pacheco.
El pobre diablo estaba hecho polvo. Con razón, supongo. A fin de cuentas, yo siempre me he pasado la vida temiendo la reacción del público en general y de mi tía May en particular si un mal día se descubriera que me dedico a salvar al mundo y escalar fachadas enfundado en un pijama de colorines que además no transpira. Pero de cualquier manera el tipo aquel no se me parecía ni por el forro.
Webster Wheelmore era su nombre. Bibliotecario del Bronx. Rubiasco, tirando a calvete, con algo de tripa y gafas de concha. Llevaba una chaqueta de pata de gallo bastante hortera y una pajarita roja que se le salía por debajo del cuello de la camisa. Se daba cierto aire a Jimmy Olsen, ya puestos a hablar de comics, pero a los ojos del mundo era yo. Es decir, era este servicial amigo y vecino, el asombroso Spider-Man.
--Se abre la sesión --nunció el alguacil--. Todo el mundo en pie. Preside, el honorable juez Henry Rosebud.
Obedecimos, arrastrando las sillas con un trueno que ni siquiera Thor habría conseguido igualar, con máscara veneciana y barba o sin ellas. Estaban todos: Stan Lee, y Jack Kirby sentado lo más lejos posible de él. Gerry Conway. Roy Thomas. Chris Claremont. John Byrne. Jim Shooter. Tom Defalco. Steve Ditko se había negado a comparecer, alegando acogerse a la quinta enmienda, manías suyas. Hasta de España habían venido unos tales Raimon Fonseca y Antonio Martín, a quienes yo no había visto nunca, por lo que no sé exactamente qué pintaban en toda esta historia.
Eso, por la parte demandada. En la zona de prensa, Ben Urich, J.J. Jameson, Robbie Robertson y su seguro servidor, Peter Parker. En el bando opuesto estaba el demandante, el supuesto trepamuros, el amigo Webster Wheelmore, y su abogado, Franklin «Foggy» Nelson. Estuve mirando a ver si andaba por allí Matt Murdock, pero no le ví. Supongo que estábamos empatados, entonces. El amigo Matt últimamente hace cosas muy raras. Sólo le falta ponerse una capa negra y buscarse un chico de los recados para acabar de dar la nota. Es lo que suele pasar cuando uno se enreda con supervillanos que no son propios. Aunque claro, si por mí fuera, podría quedarse no sólo con Kingpin, sino con la mitad de los pirados que me hacen la vida imposible (estoy seguro de que el Castigador se haría cargo sin problemas de todos los demás, lo que pasa es que es muy suyo y va de estrella invitada por donde pasa, todo gracias al síndrome Rambo).
El honorable juez Henry Rosebud nos dijo unas palabritas, le cedió el turno de palabra a Foggy Nelson, y este aprovechó para perder los papeles con mucha habilidad antes de hacer subir a su cliente al estrado.
--¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
--Lo juro.
--¿Nombre?
--Webster Woodrow Wheelmore.
--¿Profesión?
--Bibliotecario.
El alguacil se retiró con la Biblia a cuestas y Foggy Nelson avanzó como un donut con piernas hacia su cliente.
--Señor Wheelmore, ¿quiere exponernos brevemente su caso?
--Me llamo Webster Wheelmore, soy bibliotecario, soltero. Vivo con una pareja de tíos jubilados. Soy una persona sin vicios. No fumo. No bebo. Lo que más me gustan son los libros. Mi vida se ha convertido en un auténtico infierno gracias a esos tipos.
Esos tipos eran el staff de Marvel Comics, desde Stan the Man hasta el último redactor jefe, el gordito Defalco. El abogado de la compañía, uno de esos tipos bien vestidos que parecen un cruce de mafioso de Corrupción en Miami y yuppie de La ley de Los Angeles, hizo un gesto que solicitaba calma.
--Señoría, quisiera que se anotara que mi cliente ha señalado al banquillo de la parte demandada --solicitó Foggy Nelson.
--Así se hará. Continúe, letrado.
--Con la venia. Señor Wheelmore, ¿quiere usted explicar por qué exactamente su vida se ha convertido en un infierno?
Y entonces el bueno de Webster contó lo que todos los que estábamos allí ya sabíamos, por coincidente y extraño que pareciera. Amparándose en la libertad de prensa y en que las acciones de los superhéroes y supervillanos son de dominio público (el propio abogado de la empresa ganó un litigio similar hace unos años), Marvel Comics produce a todo pasto un puñado de tebeos con nuestras aventuras y desgracias. En el fondo, no hacen ni más ni menos que ilustrar en forma de cómic unos hechos que son reflejo de la realidad. Pero, naturalmente, en lo referido a nuestras identidades secretas, los guionistas y dibujantes tienen que improvisar y mostrar unas vidas privadas que no son las auténticas. Eso, al menos, es lo que hacen en mi caso.
Aparte de que ya soy mayorcito y los únicos comics que se leen en casa son los del Félix el Gato, nunca he tenido el menor interés en ojear los cuatro o cinco títulos mensuales que saca Marvel Comics a mi costa. Demonios, amparándose en la excusa de las identidades secretas y el hecho de que somos personajes públicos, la empresa no paga ni un céntimo de royalties, y el que se juega el cuello y el prestigio una noche sí y otra lo mismo es el sobrino de la señora Parker. Lo decidí hace tiempo: Si ellos no pagan (y bien que me vendrían unos cuantos dólares: entre cambios de disfraz y ropa para Mary Jane no gano para tela, y no de araña precisamente), si ellos no pagan, decía, yo no compro ni un tebeo. Hace tiempo sí que leí uno, pero como se refería casi por completo a mis hazañas reales como trepamuros, no llegué a ver cómo se las apañaban en lo referido a mi supuesta personalidad civil.
Bien, este hombrecito y su demanda me habían sacado de dudas. En los comics Marvel, según la imaginación de Stan Lee, Steve Ditko o quien demonios fuera el que decidió reflejar en dibujitos monos mis payasadas, Spider-Man no era lógicamente Peter Parker, fotógrafo y científico en sus ratos ocupados, sino un tal Webster Wheelmore, bibliotecario del Bronx, solterón, tímido y huraño, a quien una araña radiactiva había picado hacía varios añitos cuando desempolvaba una serie de libros que habían estado expuestos a las radiaciones de no sé qué centro experimental de Alamo Gordo. Un disparate, a pesar de que tuviera ciertos puntos de contacto con la realidad.
Lo malo era que esos puntos de contacto eran ya una línea recta. Por un quiebro del destino, una casualidad, una pirueta o una mala pasada, Webster Wheelmore existía en la vida real, y era bibliotecario, y trabajaba en el Bronx, y era solterón, tímido, y huraño, y aunque no le había picado ninguna araña maldita falta que le hacía, porque todo el mundo le consideraba, visto el número tan grande de coincidencias, el verdadero Spider-Man.
--Mi vida está hecha un desastre --se quejaba el desafortunado bibliotecario--. Estoy harto de recibir cartas, llamadas telefónicas y amenazas. Hay quien sigue los editoriales del Bugle y me pone a parir. Otros siguen los tebeos a pies juntillas y me consideran una especie de Pimpinela Escarlata, un Robin Hood moderno. No paro de recibir visitas de gente rara que viene de lugares lejanos de Sudamérica, como España y Uruguay y sitios así, sólo por ver al que creen que es Spider-Man. Ninguna chica quiere salir conmigo, porque temen que de un momento a otro las dejaré colgadas antes de irme a ensuciar las calles con telarañas y partirme la cara con los supervillanos. La gota que colmó el vaso fue verme lleno de pegamento la semana pasada, cuando un tipo llamado el Trampero, o Pete pegatodo o un nombre así de ridículo, llegó a creerse que yo era de verdad el maldito Spider-Man y trató de acabar conmigo. No quiero pensar lo que sucederá cuando les dé por creérselo al Doctor Octopus o al Juggernaut. Fue entonces cuando decidí demandar a Marvel Comics. ¡Tienen que publicar en sus comic books que yo no soy ni quiero ser Spider-Man!
--Gracias, señor Wheelmore. La acusación se reserva el derecho a hacer nuevas preguntas. Su turno, letrado.
El abogado de Marvel Comics se alisó los puños de la camisa y se levantó. Exhudaba clase y dólares, el muchacho.
--La defensa llama al estrado a Reed Richards.
Allí apareció el viejo estirón, con su pijama celeste y su chapa en el pecho. Al parecer, entre experimento y experimento se le había olvidado la vista oral y no tuvo tiempo de acabar de planchar el traje de chaqueta. Contestó con soltura a las preguntas del leguleyo, usando para mi sorpresa pocas palabras de cinco sílabas.
--Efectivamente, la asociación de luchadores contra el crimen que lidero ha mantenido desde hace años una fructífera relación con la editora Marvel Comics. No podemos soslayar el hecho de que fue, precisamente, uno de los comic books que publica Marvel Comics lo que salvó a la Tierra del primer intento de conquista por parte de la raza skrull, al considerar que la ficción de monstruos que entonces publicaba la editorial era la realidad, en los principios de nuestra carrera, como quedó reflejado en el número 2 de la colección que nos tiene por protagonistas. Ese fue precisamente el origen de nuestro contrato con Marvel, una especie de agradecimiento mutuo por los servicios prestados.
El bueno de Reed no tenía ningún motivo para quejarse: Al no tener identidad secreta, sus comics y los de sus compañeros se publican bajo licencia, y cobran sus buenos derechos. Ben Grimm, Johnny y Susan Storm y él mismo son como Madonna, Prince o Michael Jackson: se sabe lo que hacen más o menos a todas horas y encima cobran por aparecer haciendo el indio. Lástima que ese no sea mi caso, por mí y por el pobre de Webster Wheelmore.
Hubo un receso, que aproveché para ir al lavabo y hacer un par de fotos. Ben Urich se fumó su décimo paquete de cigarrillos de la mañana y se dedicó a incordiar a John Byrne y a Chris Claremont. Como todos le tenían muy marcado, en seguida se encontró solo, sin fuego que llevarse a la boca.
Los dos españoles estaban cada uno en un rincón. Uno, el más mayor, preguntaba a un alguacil el camino del Smithsonian Institute, al parecer para rescatar algún documento sobre no sé qué dibujante español exiliado desde antes de la Segunda Guerra Mundial. Ni siquiera la ayuda de Sergio Aragonés, que llegó como siempre disfrazado de Tom Selleck en Magnum, consiguió hacer que se entendiera con el funcionario. El otro, el más jovencito, no paraba de intentar que Stan Lee y Jack Kirby repararan en su presencia. Pero los dos viejales estaban muy ocupados esquivándose uno al otro, y además ya estaban advertidos de que el tal Fonseca es de los que se te cuelan en casa sin avisar y dan la tabarra con la excusa de ser marvel zombie.
La vista se reinició. El abogado de Marvel mandó subir de nuevo al demandante al estrado.
--Señor Wheelmore, ¿puede usted demostrar que no es Spider-Man?
--¿Cómo dice?
--Es simple curiosidad. Reed Richards acaba de declarar que no encuentra ningún problema en que su vida sea narrada fidedignamente cada mes por medio del ingenioso medio de comunicación que represento. Y sabemos que Reed Richards, en la vida y en los comics, son una misma persona. ¿Podría usted demostrarnos que no es Spider Man de verdad?
--¡Protesto, señoría! --saltó Foggy Nelson--. El abogado de la parte contraria está intentando confundir a mi cliente.
--Se admite la protesta. Ruego al señor letrado que se limite a...
--¡YO SI DEMOSTRARE QUE ERES SPIDER-MAN!
Todos se volvieron ante el vozarrón, el ruido de paredes rotas y el temblequeo del suelo. Yo no. Un segundo antes un retortijón de estómago me anunció lo que me estaba temiendo: o la pizza de anchoas de la noche anterior me había sentado mal, o mi sentido arácnido había empezado a vibrar como loco. Era de esperar una cosa así. Con la publicidad generada por el proceso, la ocasión la pintaban calva para deshacerse de una vez del amistoso cabeza de red, ¿qué más daba que no fuera el verdadero?
Nada menos que mi viejo conocido el Rino avanzaba por el pasillo, volcando bancos y espantando a curiosos. Con la parsimonia de quien está acostumbrado a estos lances, John Byrne sacó su libro de bocetos y empezó a dibujar. Kirby comentó que estaba jubilado y que en modo alguno volvería a trabajar para Marvel hasta que no le reconocieran sus derechos. Todos los demás procuraron, sin más preámbulos, quitarse de enmedio.
El Rino agarró a Webster Wheelmore por el cuello, lo alzó en vilo y se lo cargó bajo el brazo como si fuera un balón de rugby. Siempre he pensado que él y el Juggernaut tendrían más futuro como defensas de los Mets que como supervillanos, pero allá cada cual con sus miras. El Rino, de todas formas, era bastante miope. Mientras los disparos de la poli y las pezuñas del Rino lo ponían todo patas arriba, me escabullí de la algarada, cosa en la que soy casi tan experto como Clark Kent (y eso que ya no quedan cabinas), y me cambié de ropa pensando como siempre que un día de estos tendré que acabar sustituyendo los botones por tiras de velcro para ganar tiempo. También como siempre no pude por menos que pensar que Robbie Robertson me había enviado a cubrir una noticia anodina porque sabe que en realidad soy Spider-Man y podría entrar al quite si se complicaban las cosas, como así fue en efecto. Lo que pasa es que Robbie es tan correcto y discreto que hasta para pelar gambas debe de usar guantes.
Con un tipo como el Rino no es cuestión de andarse con chiquitas. Le rocié de arriba a abajo con mi telaraña, le cubrí los ojos, le solté un par de puñetazos en la boca y me encaramé a su espalda. Todo sin mucho efecto, dicho sea de paso. Una vez logré desintegrarle la coraza con mi fluido arácnido, pero hace algún tiempo que emplea otro disfraz y yo, lo confieso, no había tenido ocasión ni ganas (recién casado, claro), para ponerme a buscar otra fórmula disolvente.
Menos mal que no hizo falta. Entre gritos y amenazas de rigor, que si te aplastaré como a un insecto, maldito gusano me haré un llavero con tu cabeza, amabilidades así, el Rino cayó en la cuenta de que no podía tenerme hecho un histérico bajo el brazo y encaramado a su joroba descargando puñetazos al mismo tiempo. Abrió los ojillos por entre los hilos de telaraña y comprendió que acababa de meter la pata.
--No soy yo, pedazo de patán. Sólo tú podrías ser tan estúpido para leer un tebeo y creértelo a pies juntillas. Todo se debe a una confusión. Webster Wheelmore no es Spider-Man. El es rubio, y yo... bueno, yo soy negro.
Como con el disfraz no se me ven ni los ojos azules con que mi madre me trajo al mundo, me pareció una buena broma, por lo menos en ese momento. El caso es que el Rino soltó al pobre de Webster, puso la marcha turbo y desapareció danzo zancadas. Yo no tenía la más mínima intención de meterme en más fregados, así que lo dejé correr.
--Señoría, creo que queda demostrado que mi cliente no es Spider Man --se apresuró a decir Foggy Nelson.
Inmediatamente, el abogado de Marvel Comics comentó que sus clientes estaban dispuestos a llegar a un acuerdo.
Eso fue todo. Para no destrozar la continuidad, Marvel Comics aceptó publicar una historieta donde el Webster Wheelmore de su ficción moría heroicamente y su puesto era ocupado por un nuevo trepamuros, más joven, más audaz... y negro. Bueno, siempre era mejor que publicaran aquello a que Spider-Man era Peter Parker, quien se complicaba la vida intentando estar en dos sitios a la vez y además tenía la fortuna de sacar fotos encuadradas por mucho que lo enfocado se moviera del sitio.
Volví a casa. Mary Jane tenía que rodar escenas esa noche, así que como me picaba la curiosidad, me pasé antes por una librería especializada y compré unos cuantos comic-books Marvel. Me lo pasé de miedo. Los 4 Fantásticos, el Capitán América, Nick Furia y alguno que otro de mis colegas tenían cierto parecido con como son en realidad, pero la Patrulla X, por ejemplo, aparecía en los comics como una banda de terroristas mutantes disfrazados semejante a la de los malos de los dibujos animados de GI Joe, y Los Nuevos Mutantes eran una especie de Hitler Juggens de Magneto. Daredevil era en la realidad de los comics un tal Conrad Cooper, un trapecista alcohólico que se dedicaba a combatir el crimen después de que su circo fuera incendiado por unos matones de la mafia (entre estertores de risa estuve a punto de llamar a Matt Murdock para que lo viera, pero luego caí en la cuenta de que no podría hacerlo). El Doctor Extraño era Henry Hood, dentista, supongo que por eso de llevar siempre los guantes puestos. Thor era un tal Neal Norbertson, escultor moderno, y había encontrado el martillo Urú dentro de un bloque de piedra, más o menos como Miguel Angel dijo que había rescatado al David. La Viuda Negra era una ex prostituta y monja, Shang Chi regentaba un restaurante chino (y era hijo de la Garra Amarilla, al parecer lo de Fu Manchú era demasiado esterotipado incluso para los comics Marvel, y además era fácil confundirlos), Lobezno era además de psicótico poeta laureado (será porque se parece a Robin Williams, el del Club de los Poetas Muertos), Rayo Negro de los Inhumanos era un famoso comentarista deportivo que no hablaba para que no le reconocieran la voz, y el Castigador, nada menos que profesor de niños autistas con un problema de doble personalidad que resolvía a tiros. Delirante, pero divertido.
Lo que más me llamó la atención fue ver que, en las viñetas, entre las escenas de batalla y diálogos más o menos brillantes, aparecían múltiples comic books de los propios personajes que describían. Es decir, había una Marvel comics en el universo ficticio que los comics reales reproducían. No pude por menos que preguntarme cómo serían entonces, de qué forma reflejarían las vicisitudes de su doble cualidad ficticia y verdadera.
Me quedé dormido. Un rato después, me desperté bañado en sudor frío. Mi instinto arácnido vibraba como un crótalo: Había descubierto que, según ese mismo principio, no había nada que me asegurara que yo, Peter Parker, Spider-Man, en algún otro universo paralelo, en otra realidad, como una muñeca rusa dentro de otra muñeca más grande, no fuera más que un personaje de comic ficticio entre los muchos publicados por una editorial llamada Marvel Comics.
Encendí la luz y ya no pude dormir en toda la noche.
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