Uno de los gozos de la infancia, ahora sustituido por cachivaches electrónicos y juegos en soledad, era, aparte de desollarte las rodillas cuando te arrastraban en un puli o en un contra, coleccionar estampas. La cosa no empezó con mi generación, naturalmente, sino que tuvo que ser marca de fábrica de la infancia de mucha gente. Todavía recuerdo aquellos álbumes de Maga dedicados a los vikingos o las razas del mundo; una bellísima colección de dinosaurios que se adelantó veinticinco años o más a las modas jurásicas; una colección de primorosas estampas-pegatina (las primeras que llegaron; ahora ya todas son autoadhesivas) que me obligó a tomar más picos Panrico de los que podría soportar nadie dedicada a las razas de perros, y sobre todo un hermosísimo álbum (el primero y quizás el único con forma y lomo de libro) dedicado a las obras maestras de la pintura que no llegué, ay, a completar del todo. Un inciso para aclarar que por aquí abajo las estampas eran eso que venían en sobres y los cromos las ilustraciones troqueladas, en forma de trébol y corazón y cositas así, que solían comprar las niñas y que les servía para jugar dando un golpe con la palma de la mano.
No conservo ninguno de aquellos álbumes de estampas de mi infancia y mi adolescencia (porque en mi adolescencia ya talludita, lo reconozco, me tuve que hinchar a comer búlgaros Cropan, que no me gustaban nada, por completar las estampitas que López Espí hizo sobre personajes Marvel; de esas me faltó siempre una, como a todo el mundo). La colección más hermosa de todas, la de cuadros de pintura, la sacrifiqué para ilustrar los cuadernos de trabajo que teníamos que entregar en clase de arte y de historia. Nuestro profesor, don Pablo Antón Solé, canónigo por excelencia, que le cantábamos, disfrutaba como un crío con mis cuadernos y los de Miguel Martínez: "Son como leer un tebeo", nos decía. Y era verdad. Anda que no recortamos tebeos para ilustrar cualquier cosa a la que se pudiera poner un pie y decir que era lo que no era.
A lo que iba: cada año, como los zapatos gorilas, las trencas y las mochilas (y no sé si de eso se han olvidado en Cuéntame, porque ya no sigo la serie), allá por septiembre, llegaba la colección de estampas de figuras del fútbol. Como a mí el fútbol jamás me ha dicho nada, es la única colección de estampas que no he seguido nunca. Vamos, que ya con siete u ocho años no le veía ningún glamour a tener la foto de un tipo en calzonas y cara de iletrado, oigan.
Pero no pasa ahora lo mismo con mis hijos, claro, que ni leen tebeos ni les interesan las cosas que a mí me interesaban, como tiene que ser (ellos se lo pierden, les digo cuando sea niegan a probar una triste almeja o una gamba). Y éste es ya, que yo recuerde, el segundo año que coleccionan el álbum Panini de la liga española, ahora con venganza y fruición, porque vienen los jugadores del Cádiz y anda la chavalería loca.
Y ahí es donde saltan mis alarmas de padre políticamente correcto y concienciado. Porque, claro, no veo el hecho estético de comparar al amigo Armando con, no sé, el cuadro de las lanzas, aunque sea en una viñetita de cinco por cinco, cosa que es lo de menos. Me fastidia un tanto el culto a la personalidad que estos albumencitos (¿se escribe así?) pueden provocar entre la chavalería (triste es que se reconozca una foto de Raúl, que parece que no sabe que existen champús y suavizantes, y no se identifique, no sé, una imagen de Fleming o de Mozart), pero sobre todo me preocupa, y ahora va en serio, lo que he visto que parece haber en realidad detrás del trueque de estampas.
Y lo que hay es ni más ni menos que una iniciación al capitalismo, a la especulación, a la cicatería. En seguida, cuando una estampita es escasa, se revaloriza hasta extremos insospechados. Y lo mismo esa escasez es hasta falsa. No falta el niño (ni el padre del niño, que es lo peor) que te pide de sopetón cinco o diez estampas a cambio de una. O que te las quiere vender a ochenta céntimos cada una. O que te engaña en el trueque, como le hicieron el otro día a Laura. O que te las roba.
Hoy mismo me cuenta Laura que un conocido le ha pedido una estampa (imagino que por bromear), y ella se ha negado en redondo a dársela. A pesar de que la tiene archirrepetida y sólo le quedan ya poquitas para completar el álbum. Cuando le he dicho que tendría que habérsela dado, que a fin de cuentas no es más que una estampita, me ha mirado como si yo fuera rumano de colmillos y capa. No comprende que yo no comprenda que esa estampa la puede cambiar por cinco o seis... aunque, insisto, sea imposible ya encontrar esas estampas que le faltan.
Seiscientas y pico estampitas tiene el álbum de las narices. Todas las plantillas de primera división, más los entrenadores y los escudos. Y los nuevos fichajes. Ahí es nada. Con el agravante de que los nuevos fichajes ni siquiera existían cuando empezó a publicarse el álbum y nadie sabe quiénes serán, ni si existen ya, o si existirán alguna vez. Algo turbio hay ahí en eso de comenzar una colección que ni siquiera se sabe qué tamaño va a tener, ni si va a poder nadie completarla nunca. Pero claro, son cosas de niños y ahí ninguna administración mete baza.
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