“Venga, vamos a examinarnos de Watchmen”, me dice Carlos Pacheco cada vez que nos vemos. Y entre rollitos de primavera o pizza cuatro estaciones (a Carlos, por cierto, no le gusta el queso), volvemos a comentar nuestras impresiones sobre esa media docena de personajes de tebeo que no hace mucho tiempo, aunque parece ya un siglo, nos alegraron las pajarillas y nos hicieron revalidarnos aún más, si cabe, en esta afición tan tonta nuestra.
Los Watchmen. Siempre decimos “los”, no sé por qué. Será que no queremos dárnoslas de finos. Los Watchmen. Demasiado olvidados, quizás, por una industria y un género a los que, queramos o no, hicieron tambalear hasta sus cimientos. No ya sólo nos han cambiado a los superhéroes completamente desde la llegada del señor Moore (y yo siempre sostengo que Watchmen no es un tebeo de superhéroes), sino todo el comic-book como medio de expresión cambió de la noche al día, con una lucidez como nunca se había visto, ni siquiera a cargo de los críticos.
No se aporta nada nuevo al decir que Watchmen es un cómic completamente simétrico en su concepción. Es más que evidente. Todas las críticas que he leído sobre la obra, lo siento por mí, me han dejado igual que antes: la mitad son ininteligibles y la otra mitad se pierden en disquisiciones abstractas, que viene a ser más o menos lo mismo. Con todo, son parte valiosa. Lo dijo Carlos la penúltima vez que nos vimos: No se puede hacer un estudio de los Watchmen, porque cada crítico lo verá de una manera. Por eso he titulado este texto “mis” Watchmen, queriendo significar con ello que en él apunto las impresiones subjetivas que me produce la enésima lectura de la serie, sin ánimo de sentar cátedra, pero tal vez poniendo un par de cosas en su sitio.
Watchmen es una obra redonda, no por perfecta (que también), sino porque la lectura se enriquece cada vez que se vuelve atrás y se releen las páginas. Una nueva visión da una nueva perspectiva a lo ya sabido, abundando en la tensa construcción y en el tempo con que ha sido concebida.
Creo que es la primera vez que un tebeo ha sido concebido con la precisión de una novela (o de un reloj, como haría el Doctor Manhattan): No hay nada aleatorio, todo está relacionado, todo tiene su razón de ser y su momento. Hubo quizás algunos intentos anteriores, quizá fallidos (el Ronin y el Dark Knight de Frank Miller), en lo que se refiere a la cohesión interna en la estructura del relato. Tal vez en esto Moore lo tenía más fácil: no estaba casado con nadie. Es decir, sus personajes eran suyos (aparte del leve parecido inicial con los caducos personajes de la Charlton), los podía controlar como se le antojara y no se debía a un “continuará” permanente que es lo que, a la larga, desvirtúa los más que notables hallazgos de Miller en Daredevil o el ya citado Dark Knight. Moore planea su saga desde la posición de creador absoluto, sabiendo que tiene exactamente doce números para contar lo que quiere, que es muchísimo, como haría un novelista que sabe que lo principal en literatura es reflexión y estilo en la puesta en escena.
Un ejemplo de ese enriquecimiento narrativo que produce la relectura de la obra: a un primer nivel (en la primera lectura), supongo que a casi todos les pasaría lo que a mí: el aliciente principal, el gancho que nos atrapa, el cebo con el que Moore y Gibbons (no lo olvidemos a él) nos engañan es el deseo de saber quién mató al Comediante, y por qué. Analizando la obra en su conjunto, la perfección de relojero de cada viñeta nos revela ya su personalidad sin ningún tipo de duda en el entierro del número 2, en la contraposición entre las palabras del sacerdote y las palabras del Capitán Metrópolis: “Alguien tiene que hacerlo, ¿no lo veis? Alguien tiene que salvar al mundo” (página 12, viñeta 7); “Oh, Señor Todopoderoso, Oh Divino Salvador, no nos dejes caer en el amargo corazón de la muerte eterna. Tú conoces, señor, los secretos de nuestros corazones” (el sacerdote, página 12, viñeta ocho; página 13, viñeta 1), mientras los dibujos nos muestran diversos planos de Adrian Veidt y su alter ego Ozymandias. Incluso podemos remontarnos al encuentro entre Rorschach y Adrian Veidt en el primer número (página 17). A la insinuación de que el Comediante es “prácticamente un nazi”, Rorschach responde: “Nunca se convirtió en una prostituta. Si eso lo convierte en un nazi, puedes llamarme nazi a mí también”. Y la siguiente viñeta nos muestra otro primer plano dubitativo de Veidt, el nazi definitivo, frotándose la barbilla y haciendo “Hm”. Visto desde la perspectiva de saber el final, es significativa la enorme viñeta de la página 18, donde vemos al rico Veidt reflexionando en su soledad, rodeado de muñecos con su efigie y un periódico cuya cabecera es importantísima: “Los expertos advierten que el reloj de la alarma nuclear está a las doce menos cinco”.
Una viñeta que adquiere muchísimo más valor al saber que es él quien está detrás de todo el asunto; al igual que lo es la inmediatamente anterior: los dibujos nos muestran a Veidt despidiendo a Rorschach, que se descuelga por una cuerda. En ese momento, Veidt ha podido hacer caer a Rorschach, igual que hizo con el Comediante, pero como un lento Hamlet que planea y se retarda, no lo hace.
Watchmen es el triunfo del detalle, de la medida. Lo que en un principio podría refrenar la lectura y despistar al lector de la historia principal, la simple anécdota, la pincelada, se convierte en puro hecho trascendente que irá marcando el ritmo y contraponiendo diálogos, textos de apoyo y viñetas en un paralelismo inequívoco donde nada queda al azar. Así, casi todos los relojes aparecerán marcando precisamente las doce menos cinco del reloj nuclear, la caída de la foto del número 4 tendrá un paralelo con la caída del frasco con el perfume “Nostalgia”, Gerald Ford pegará un traspiés al bajar del helicóptero en el número 10 en paralelismo con nuestra realidad y la famosa anécdota, luego repetida tan a menudo; incluso el detective Fine recibirá la pista telefónica para detener a Rorschach cuando le dicen que podrá conseguir un “Raw Shark” (tiburón crudo, traducido por rosa en la versión española de Zinco), que será paralelo a la historia del comic-book Tales of the Black Freighter que lee el niño en la calle, donde el protagonista acaba de convertir a un tiburón en balsa. Y no podemos olvidar las pintadas, desde la evidentísima “Who watches the Watchmen?”, al cartel del taller de Hollis Mason, también pasada por alto en la versión española: “We Fix´em. Obsolete Models a speciality” (Los arreglamos. Modelos obsoletos, nuestra especialidad) o los titulares de los periódicos que anuncian los avances de los rusos o el irónico “RR to run in 88?”, refiriéndose no a Ronald Reagan sino a Robert Redfod. El mismo Hollis Mason tiene entre sus libros The Gladiator, la novela que dio origen a Superman y demás héroes disfrazados, y el cine donde se desencadenará el plan de Veidt tiene el significativo nombre de Utopía y está especializado en películas de ciencia ficción serie B, entre las que hay que destacar la última: The Day the Earth Stood Still, en español, Ultimátum a la Tierra.
Pero aparte de la abrumadora cantidad de detalles, las revisiones de la obra nos aclaran más y mejor las actitudes y personalidades de los personajes. “Todos los personajes tienen una contrapartida, van en parejas”, me dijo Carlos la antepenúltima vez. Yo voy más allá: Todos los personajes son el mismo personaje, o mejor dicho, todos participan de características comunes que encajan unas con otras, como los quesitos del Trivial Pursuit. Todos los personajes son, en cierta medida, reflejos del protagonista enloquecido del comic-book de piratas, que recalcará con sus descabelladas acciones y sus sobrecogedores diálogos los actos y comentarios similares de los “héroes”, sirviendo de conciencia moral al horror que él y los lectores van descubriendo.
Vamos a verlos uno a uno:
EL COMEDIANTE. Quizás el más ignorado y el más importante de todos, porque sirve de hilo conductor aun después de muerto. Aunque en su madurez se nos presenta como una versión cínica de Jack Palance, me recuerda en su pose en la foto de los Minutemen a la vez a Robin y al Joker. En cierto modo, podría ser el Robin que entrenara el Joker. Cuando Rorschach abre el armario oculto en su habitación, lo primero que se viene a la mente es el uniforme del Capitán América. Asesino de Kennedy y Allende según la ficción, se le define como el hombre que “vio la cara de América y comprendió”. Creo que todo lo contrario. No sólo no entendió, sino que su falta de comprensión, de complicidad, de apoyo fue lo que le llevó a la muerte. Al final, lo pide a gritos: “¡Que alguien me lo explique!”. El Comediante era exactamente eso, un comediante, un bufón, alguien que se disfraza para no ver la realidad y decide que otros piensen por él. No deja de resultar significativo que use su antifaz vestido de soldado en la campaña del Pacífico, y que además lo refuerce con una segunda máscara de cuero cuando tiene que disolver las manifestaciones anti-vigilantes. Así, vemos que el Comediante se oculta claramente de sí mismo, se trasviste, igual que el segundo Nite Owl, elige ser un fascista sin pensamiento hasta que la realidad le da en la cara y entonces advierte que su vida ha sido un absurdo. No deja de parecerme un hombre blando: tras el intento de violación de Sally Júpiter, al final descubrimos que volvió con ella una tarde de verano: “Una sola vez”. Mata a su amante vietnamita cuando ésta lo marca, pero su justificación es perfecta: con Manhattan delante, la culpa recaerá sobre el superhombre, que podía haberlo impedido en una milésima de segundo. Cuando descubre el plan de Veidt, acude a llorar a la habitación de su viejo enemigo, sabiendo que Veidt posiblemente tiene micrófonos instalados allí (nunca vemos más que los pies de Moloch, y está claro que el Comediante habla con Veidt, no con él). El paralelismo con el chiste del payaso Pagliaci lo dice todo: el máximo intervencionista, el más violento después de Rorschah, muere sin defenderse. Ha contemplado el horror y, estupefacto, se deja matar. Sin la máscara.
RORSCHACH. Es el primer Watchmen que aparece, curiosamente en su personalidad civil de loco iluminado, con la pancarta. Si su modelo The Question tiene un nombre civil con un ditkiano juego de palabras (Vic Sage: visage: rostro), a mí Rorschach me suena a Cockroach, cucaracha. Sucio, de habla entrecortada, ultraviolento, aparentemente tiene las ideas muy claras. Cuando lo vemos en la reunión frustrada de los Crimebusters su expresión corporal es diferente; se le nota relajado, con el sombrero ladeado en la cabeza, la gabardina limpia y abierta: varios números después nos enteramos del incidente que lo ha vuelto loco. Gran parte del relato está visto a través de sus ojos desquiciados. Su intervención rompe siempre los esquemas previstos: “Todo se equilibra”, dice la policía cuando lo captura. Es un fanático fascista que acabaría con un “duro” del tres al cuarto como el marveliano Castigador en un abrir y cerrar de ojos. Se oculta también bajo la máscara de manchas que tan bien refleja sus estados de ánimo. Llega a considerarla su verdadero rostro (“¡Mi cara! ¡Devolvédmela!”), y su travestismo llega al punto de utilizar calzas en los zapatos para parecer más alto (no podemos olvidar que la máscara era un diseño para un traje femenino). Obseso sexual, maníaco, considera el sexo algo repulsivo, y todavía tiene pesadillas con respecto a su madre prostituta: curiosamente, cuando pinta sus sueños lo hace con un monstruo simétrico, lo que Shakespeare definió como “la bestia de dos espaldas”), que se reflejará en su máscara en el capítulo final cuando Laurie y Nite Owl se abrazan. Sabe que está loco, y que su locura es contagiosa: se niega sistemáticamente a contarle al psiquiatra que no ve precisamente una hermosa mariposa.
Un detalle de humor negro, una paradoja, una ironía, se produce tras su experiencia en la cárcel: el Rorschach que sale de ella ya es un hombre distinto, redimido. Entró siendo un maníaco y sale adquiriendo su personalidad de auténtico héroe. Algo ingenuo, el detalle de dejar en el buzón su diario personal nos indica que cree en la libertad de prensa. Junto con Nite Owl, el otro jinete solitario, cabalgará hasta la Fortaleza de la Soledad de Veidt. Cuando la verdad se descubra, será él, el más duro, el más intervencionista, el que nunca ha tenido escrúpulos en matar y tomarse la justicia por su mano, quien se rebele. Como el Comediante. Y también como el Comediante se dejará matar sin resistirse (hay sangre en la nieve; el propio Manhattan dice que sabe que va a matar a alguien en el futuro cercano cuando conversa con Laurie en Marte). Y, en un último acto de aceptación, lo hará con la máscara fuera. Morirá sin ella, como el Comediante murió negando el titular de su periódico favorito: “El honor es como un halcón: a veces debe ir encapuchado”. Con su último acto, Rorschach (ya Kovacs), demostrará que incluso el fascismo tiene matices.
NITE OWL. Otro personaje ditkiano (si otro dibujante pudiera haberse encargado de los dibujos, y ya sabemos que lo que no es historia no es historiable, el Steve Ditko de sus buenos tiempos habría sido ideal: Gibbons incluso utiliza su detallada disposición de nueve viñetas por página y sus calculadas viñetas espectaculares-pero-armónicas). Del Blue Beetle original no conserva más que la nave Arquímedes, pues el resto nos recuerda más a un Batman tripón y algo calzonazos. Rico, como Veidt, tiene un laboratorio secreto igual que él, que no usa. Encarna un poco al mismo lector de cómics de superhéroes: fue su admiración hacia Hollis Mason lo que le llevó a desarrollar su enmascarado rol. Tímido, nervioso, inseguro de sí mismo hasta el punto de la impotencia, no será hasta que asuma el disfraz (¡otro más!) cuando supere su incapacidad sexual y adquiera su cualidad heroica. Igual que Veidt, es ordenado y meticuloso. Otro relojero, como Manhattan. Su rescate de la gente en el edificio incendiado es, de puro calculado, hasta ridículo: incluso les pone hilo musical. En cierto modo, es el reverso blando del propio Rorschach, con quien ha compartido aventuras y, si ello es posible, amistad. Sus dudas en las revueltas anti-vigilantes lo llevan a preguntarse de quién está protegiendo al pueblo, y su inseguridad le hace mantener todo su laboratorio al día, pero sin usarlo: un proyecto de disfraz que salió mal aparece abandonado en un rincón, en una clara pose anti-científica que revolvería las tripas a Tony Stark.
Su relación con Laurie, forzada por ella misma, puede ser todo menos natural. No es extraño que el colorido de su primera y fallida experiencia con ella (número 16, página 17), nos lo muestre en azul, el mismo color de piel que Manhattan, presente en ese momento entre los dos. Como Veidt, tiene preparado un plan de contingencia: más modesto, se contenta con crearse una serie de personalidades alternativas con las que ir viviendo. Nuevos disfraces a los que es incapaz de renunciar. Él, que se ha pasado la vida entera dudando, toma una decisión en un segundo: cuando los demás enmascarados proponen comprometerse con Veidt para no revelar su intervención en la “invasión alienígena”, se aclara en un momento: “¿Cómo podemos los humanos tomar una decisión como ésa? Estaremos condenados si nos callamos, la tierra se condenará si no… Vale, vale, contad conmigo. No diremos nada”. La nueva personalidad que asume en las últimas páginas, el bigote y el pelo teñido de rubio, y el apellido Hollis, como el héroe de su infancia, nos demuestran que siempre será un esclavo del disfraz. Y, en otro rasgo de crueldad (es el personaje al que Moore ridiculiza más, o quizás al que trata con mayor ternura), al final descubrimos que el perfume que usa es “Nostalgia”. Tal vez un perfume femenino. En todo caso, el mismo que Laurie.
LAURIE. O Silk Spectre II, aunque ella misma considera al final que el nombre es demasiado infantil. Junto con el propio Dan Dreiberg, la más débil de todos, y con razón. Su papel se reduce al de mero comparsa, puesto que incluso la importantísima conversación en Marte, donde tendría que convencer a Manhattan para que regrese a la Tierra, no tiene efecto puesto que él lo sabe ya todo. Hija bastarda del Comediante y Sally Júpiter, se negará a reconocerlo hasta que el propio Manhattan le abra los ojos. Es una groupie, niña precoz que se va con el primero que llega, al que adora. Con Manhattan su personalidad quedaba completamente anulada, igual que con su madre: se metió en el asunto de los héroes disfrazados por ella. Es quizás con Nite Owl con quien adquiere un papel de “madrecita-concubina” que le viene al pelo. En cierto modo, Laurie es un camaleón. No es extraño que en la pesadilla antes citada Dreiberg la asocie con la figura sexualmente provocativa y sugeridora de perversiones de la misma Twilight Lady, látigo y cuero negro incluidos, y que ella misma, al final, piense en cambiarse de nombre de guerra, proveerse de un disfraz de cuero y “tal vez, una pistola”. Sólo se rebela contra el Comediante, al que echa encima un vaso de whisky. Significativamente, es su padre. Al final, se encuentra a sí misma marimandoneando al calzonazos de Dreiberg. Curiosamente, el personaje de personalidad más anodina no lleva máscara.
DOCTOR MANHATTAN. Modelado según los rasgos de Paul Newman, tanto en su versión humana de Jon Osterman como en la leonardina pose del Doctor Manhattan, es el único superhombre de la historia. Su cualidad de haber trascendido la humanidad lo acerca, por un lado, a la primera Visión de los Vengadores y por otra al Miracleman del mismo Moore, con quien comparte también el físico de Newman. Es capaz de estar haciendo el amor por partida doble con Laurie y trabajar en un experimento al mismo tiempo. Va vestido por obligación: el hecho de que tenga sexo implica que no es Dios, o más exactamente, que podría reproducirse, aunque en lo que sabemos de la historia no lo ha hecho. Por acción o inacción, es el responsable de casi todo lo que pasa. Se sabe único, y por eso se marca con el signo del hidrógeno en la frente. No puede impedir el futuro, porque al estar por encima del tiempo, para él ya ha sucedido. Es el arma secreta, el proyecto Steve Rogers definitivo, el supersoldado USA. Responsable de que los americanos ganaran Vietnam y los rusos se sientan en inferioridad de condiciones, su presencia es la que dispara el gatillo de la escalada bélica. No lleva máscara, pues está por encima del bien y del mal: todo lo contrario, cuanto más es él, más se desnuda. Ha superado la humanidad (en alguna ocasión habla de “Jon Osterman” en tercera persona, no por vanidad como Julio César, sino porque realmente Osterman murió y lo considera otro ser distinto, otra persona, si él lo fuera), y su intervención deus ex machina se debe en última instancia más al despegue que al amor. Como Galactus (es significativo verlo caminar como un gigante entre las bombas y los helicópteros), los humanos dejan de ser algo que comprenda, que le importe. Su duda metafísica podría reducirse a su pregunta: “¿Quién crea el mundo?”. Y a su respuesta: “El mundo es un reloj sin relojero”. Su cualidad de superhombre, de cuasi-dios, lo muestra cada vez más parecido al propio Miracleman en los últimos momentos de la serie: olvidado el posible amor que sintiera hacia Laurie, sonríe y camina sobre las aguas de la piscina como un nuevo Mesías, advierte a Veidt de que “nada termina nunca” cuando éste le pregunta por el final de su objetivo, y reconoce haber recuperado su interés en los seres humanos: “Sí, tal vez cree algunos”. Es el positivista científico llevado a sus últimas consecuencias, como Veidt lo es la pasión humana. Terrorífico.
OZYMANDIAS. El propio nombre del personaje nos retrotrae al poema y lo que significa, algo que curiosamente él mismo será incapaz de ver. Moore nos cita las palabras encontradas en el pedestal que describe Shelley: “Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes.¡Mirad mis obras, poderosos, y desesperad!”. Lo que no cuenta, lo que queda en el aire, es el inicio del poema, la descripción de las piernas y el rostro cubierto de arena, y las palabras finales: “Nada más queda. En torno a los restos, de estas colosales ruinas, las arenas del desierto, vastas e igualadoras, se extienden a lo lejos”.
Hermoso y perfecto, solitario, ver el paquete de kleenex con su nombre me sugiere a un hombre más obsesionado por la pulcritud que por la limpieza. Su puro amor por la humanidad le lleva a cometer el crimen más absurdo y más terrible, sin ningún tipo de remordimiento. Si acaso, tiene dudas, pero referidas más a si su plan saldrá bien que a otra cosa. Fue el primer enmascarado que renunció al disfraz e hizo pública su identidad, pero asumirá de nuevo el ridículo traje (¡otro más!, y van…) en los capítulos finales. Su amor hacia la humanidad, como ente abstracto, su “nostalgia” lo convierten, en el fondo, en un inmaduro. Ve el mundo de una manera diferente, está obsesionado con otra idea. Justifica haber matado al Comediante con la excusa: “Imaginad… el perfecto luchador descubriendo un plan para poner fin a la guerra, para poner fin a la lucha”. Para Veidt la humanidad es algo que debe estar expuesto en un cristal, pero quizá no advierte que quien se aísla en el mundo frío de la Antártida y observa las vidas de los demás desde lejos, vía televisión, es él mismo. Idealista utópico y corrompido, su obsesión por los dioses egipcios, la muerte como mero tránsito y Alejandro Magno dan buena cuenta de su megalomanía. Cree firmemente que el fin justifica los medios, y choca frontalmente con los dos desencantados de la historia, Comediante y Rorschach, que han empleado hasta entonces esa misma filosofía. Uno lo imagina escuchando música de los neo-románticos o de Julio Iglesias (“Me olvidé de vivir”, por ejemplo). Sólo muestra amor hacia su lince mutante, Bubastis, a quien pide perdón con lágrimas en los ojos cuando tiene que matarlo en su intento de eliminar a Manhattan de forma más expeditiva.
Con todo, no puede condenársele. No se nos pinta como un malvado. Recuerdo que mi mayor temor al leer por primera vez la historia, cuando ya se iba entreviendo quién era el “culpable”, era que Moore fuera a repetir los famosísimos argumentos utilizados por Chris Claremont en su I, Magneto. Y si contada desde fuera, en abstracto, la idea puede parecer pueril (como pueril es el propio Adrian Veidt, un niño sin padres que no ha crecido y ha pasado de ser un superhéroe a ser un dios), en el medio en que se desarrolla queda completamente revalidada (Sam Hamm, autor del primer borrador de una película sobre los Watchmen que nunca llegó a filmarse, confesaba haber cambiado las motivaciones de Veidt porque en el medio cinematográfico no había quién se las creyera).
Frío e insensible, Veidt vive solo, come solo, habla solo, posiblemente ni siquiera hace el amor, ni se masturba. “Sólo el mundo y yo”, dice frente a las pantallas de los televisores desde donde lo controla todo, lo sugiere todo, lo ordena todo. Moore nos cuenta el último capítulo desde su propia perspectiva de salvador iluminado, sin hacer una valoración o una condena, que quedan para el lector. Los cambios conseguidos por su acción rocambolesca en la sociedad son evidentes: “Paz en la Tierra”, “Felicidad”, “Un nuevo mundo, una nueva alianza”, dicen las tarjetas de navidad y los pósters. Pero también vemos que la marca de Veidt está en todas partes: en los zapatos, en los carteles, todavía con más insistencia que antes. Y vemos el gran anuncio: “Ésta es la época. Estos son los sentimientos. MILLENIUM. By Veidt”, que muestran a dos seres humanos perfectos, rubios, arios, mirando hacia la derecha del lector. Y otro cartel, más pequeño, casi invisible al ojo: “Taxis Prometeo: Bajo nueva dirección”. Puede que Ozymandias haya acabado momentáneamente con la amenaza del fin del mundo, puede que se engañe a sí mismo creyendo que lo ha hecho por altruismo, pero lo cierto es que ha obtenido una vez más pingües beneficios y es dueño de todo.
“¡Lo hice! ¡Lo conseguí!”, exclama con una curiosa expresión infantil cuando sus queridos televisores traen las primeras noticias que confirman el éxito de su plan. Por un segundo, Adrian Veidt es feliz: pasa de las lágrimas en los ojos al grito de triunfo, a las poses declamatorias tan queridas por Stan Lee en su Silver Surfer. Pero luego, cuando Manhattan se niega a confirmarle si todo saldrá bien, si hizo lo adecuado, lo vemos nuevamente sumido en la duda, meditabundo, dando la espalda no ya al mundo, sino a la esfera donde se representa todo el universo.
Claramente, como el protagonista del tebeo de piratas, ha perdido el rumbo y es incapaz de diferenciar el horror de lo cotidiano. Es el hombre más inteligente del mundo, o eso se ha encargado de proclamar a los cuatro vientos. Pero, como bien le aclara Manhattan, nada termina nunca. Es por eso que no interpreto el final como una interrupción abrupta de sus sueños. Cierto, el joven ultraderechista pelirrojo tan parecido al Rorschach de paisano parece a punto de publicar su diario, pero no olvidemos dos cosas: Veidt controla prácticamente todos los medios de comunicación existentes, y en un mundo donde los bloques militares han desaparecido, un periodicucho molesto de tendencias fascistas sería una incomodidad que él, el hombre más listo del mundo, no podría pasar por alto. Y no olvidemos que, con todo, Moore y Gibbons dejan al final abierto. Personalmente, más que el apocalipsis nuclear con el que han venido insistiendo en toda la historia desde el principio, más me horroriza la idea de un mundo controlado por un utópico sin sentimientos que ha comprado el sistema.
No pueden olvidarse a los otros enmascarados (sigo sin aplicarles el término “superhéroes”: ni sin “súpers” ni son “héroes”): el ridículo Mothman, posiblemente uno de los homosexuales que acusa Sally Júpiter; ni a The Silouhette, que aparece exactamente así, como una breve silueta, y que la maestría de Dave Gibbons revela como lesbiana también bastante antes que la misma Sally Júpiter hable sobre ella en la entrevista complemento de la historieta. El pobre de Hollis Mason, primer Nite Owl, guapo y repeinado como un Roger Moore de setenta años, solterón y solitario (¿y algo más?). O Hooded Justice, cuya personalidad se desconoce, y a quien Carlos Pacheco considera de raza negra. La cosa tiene su miga: un tipo enorme a quien no se ve ni un centímetro de piel, que usa capucha como las del KKK pero negra y con una soga al cuello. Y la explicación: ¿Cómo iba un negro a tomarse la justicia por su mano en los USA en los años cuarenta sin vestirse de penitente para que no se le reconociera?
Silk Spectre, la madre de Laurie, olvidada del mundo también, como Veidt, pasa las horas sumida en la nostalgia de su carrera de actriz revientabraguetas, lo que hoy podría haber sido una Ginger Lynn o una Tracy Lords. El centro donde está recluido, y es significativo, se llama Nepente. El nepente, según la mitología, es la droga que bebían los dioses y proporcionaba el olvido.
Y los comparsas, los secundarios, los personajes que están vivos: la gente de la calle, todos esos seres anodinos, la pareja de policías, las dos lesbianas, el kiosquero, el niño negro al que muere abrazado… la representación de una humanidad que vive atemorizada y ajena al poder político y suprahumano que gravita sobre sus cabezas, conejillos de indias en el experimento por el poder, peones prescindibles en la lucha por una paz que tal vez no sea más que una utopía más, el nudo gordiano que un Prometeo loco ha confundido con la llama de la sabiduría.
No cabe duda. Tendremos que seguir examinándonos de Watchmen. Y que no decaiga.
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