CUANDO EL ÁMBAR ASOMABA

Todos los días llegaba con el mismo miedo al semáforo. El pelo en desorden sobre los ojos cansados, el cubo a rastras, el pañuelo rojo atado a la pernera del pantalón vaquero, como una enseña de rango, remedando a su modo una especie de emblema. Todos los días, sin falta, el mismo miedo: Un nudo salado abriéndosele hueco en las entrañas, la bilis amarga jugando al cubilete entre sus dientes, el temblor de dedos inevitable, la lengua pastosa, el corazón hinchado de pasión, las rodillas llenas de hielo. Todos los días, muy de mañana, el temor a perder puesto, el trozo de calle que creía suyo por justicia, ese pedazo de acera, trampa tendida a su favor desde hacía nueve meses gracias a quién sabe qué desconocido arquitecto. Mucho había oído hablar de las bandas organizadas de su oficio, el impuesto injusto, como todos, para ocupar esa zona de nadie que ahora reclamaba, cada mañana, como baluarte propio. Todos los días sentía el mismo temor de perder lo único que consideraba suyo, ganado a pulso y por derecho, sin molestar a nadie, sacándose unos duros a fuerza de doce horas al sol, la piel curtida, las yemas de los dedos amarillas de la nicotina y el jabón espuma líquido. Siempre el cansancio, la tensión, el peso sobre los hombros del hambre y de la sed, el síndrome, el desprecio. Todos los días camino del semáforo: miedo a las siluetas que ocuparan su bastión, tres o cuatro o más matones con navajas o con palos, listos para quitarle el aire en que vivía, mendigos modernos como él dispuestos a pelear con saña por un pedazo de asfalto. Y todos los días, inevitablemente, el suspiro hondo, el sudor que se le helaba en los sobacos, el corazón de vuelta al ritmo menos malo, saber que al menos hoy era su territorio, la fortaleza, el alcázar donde sus manos le dejarían, entre el surco de los parabrisas y el polvo de los cristales, otras veinticuatro horas largas de aplazar hasta peor ocasión el brusco viento del miedo.

Como todos los días, el temor, la desorientación, los nervios. Como todos los días, pensando en la desdicha de tener dos brazos y ansiar trabajo. Como todos los días, el remordimiento instantáneamente olvidado de estar ganando cuatro cuartos a costa de explotar en los demás también el miedo, de vivir de mala forma en un turbio negocio de coacción. Como todos los días, las manos a la obra, la falsa vitalidad, esa alegría que nunca se contagia, las palabras de ánimo, los términos graciosos por arrancar de entre los vidrios una propina mayor, un par de duros sudados en ese intervalo escaso que era su razón de estar cuando el ámbar asomaba. Como todos los días, la pregunta sin respuesta, el deseo contenido, el dolor de vivir de repetido, la duda de hasta cuándo.

Ni notó que era distinto durante la mañana. Ni advirtió que el cubo estaba ya en su sitio cuando llegó al trote a la esquina, y que durante la jornada toda estuvo siempre igual de lleno. Ni sintió que el hambre había dejado de hacerle mella, y que la sed de la garganta, como siempre, no se convertía en un pozo de almidón en donde acumulaba las sonrisas sin palabras. Ni se dio cuenta hasta mucho más tarde que el día era más brillante que de ordinario, ni recordó tampoco qué había hecho para su desgracia la noche antes. Solamente marchó caminito de su oficio, como estaba mandado, arrastrando el alma en los zapatos, crispadas las uñas, rotas las manos, y ocupó su puesto con la diligencia de costumbre, suspiró lleno de alivio igual que siempre al ver que nadie había querido arrebatarle su terreno. Se puso codos a la obra igual que de ordinario, e igual que cada día entonó de vez en cuando el canto lastimero, pa mi chiquilla, jefe, que la racha es mala, pa comprarle medicinas, para todos esos subterfugios que se le venían a la cabeza cada vez que la mañana se hacía vieja y el bolsillo no se acaba de llenarse. No sintió, y eso era extraño, la desazón de estar mintiendo a costa de la niña, a la que no veía desde ya ni recordaba hacía cuánto, ni se inmutó cuando el primer wolskvagen clasic estuvo a punto de pasarle por encima al querer saltarse, bulla inútil, el disco en rojo. Pero sí empezó a notar que el personal ignoraba hoy sus chistes más que de ordinario, y que no le reían la gracia, ni bajaban las ventanillas para tender los cinco duros y musitar las gracias como si entregaran con ellas el peor de los insultos. Las doce y cuarto ya, por Dios, y ni una peseta a los bolsillos, asco de día y de turistas, maldita vida perra, a ver si después de todo no iba a tener que buscarse otro semáforo. No era capaz de pensar con claridad, y le extrañaba ver que nadie, ni de coña, se ocupaba de darle dos pesetas por agradecer el limpiado siempre rápido. Llevaba ya lo menos veinte servicios regalados por la cara a falta de otra cosa para hacer, y no llegaba a comprender qué le pasaba. Sólo atinaba a darse cuenta que el día era raro, peor que nunca, y cuando la ambulancia cruzó la avenida de una punta a otra camino de la residencia, haciendo destellar la luz como en la feria, fue incapaz de comprender por qué el escalofrío de angustia contenida le barrió de arriba a abajo, como un retortijón de angustia, casi un presagio.

Nunca llegó a darse cuenta de que, por mucho que frotara los cristales, no lograba acabar con la porquería, ni su bayeta desprendía los pedazos de polvo acumulados. Pero a la una y cuarto se sentó en la acera, harto de parecer invisible al mundo, dolido por sufrir la ignorancia de un coche detrás de otro, y quiso poner en orden las ideas de su cabeza, pero no fue capaz de hacerlo, y otra vez sintió contra los dientes la comezón del miedo.

Pretendió volver a trabajar, por ver si había más suerte, no fuera a ser que estuviera borracho, o colocado, y entonces casualmente se buscó el reflejo, como por instinto, en el escaparate de la tienda de muebles, donde había estado siempre, lo que no había advertido. La sangre se le heló en las venas, pero de inmediato se dio cuenta de que la sensación no podría ser más que una frase hecha. Se palpó el pecho, los muslos, las caderas. Se tanteó el rostro, pellizcó los pómulos. Allí estaba, se sentía, se notaba. Pero el cristal de ivarte no le reconocía. Junto al bidón de las basuras y el coche verde no había nadie, no se reflejaba nada. Miró otra vez, detrás, al otro escaparate. Sintió miedo. Vértigo. No estaba allí. El vidrio se negaba a admitir lo que sin duda estaba viendo. Seguro que por eso la gente le eludía. Menos que nunca ahora comprendió la sutileza de lo que le estaba pasando. Y entonces recordó con un destello el pico de la noche en las murallas, la droga adulterada o mal metida, el cansancio de ser nadie, aquel dulce bramido del mar bajo los bloques, la sensación extraña de morirse en el acto con la aguja dentro del brazo. Quiso gritar, pero intuyó que no tenía lengua. Quiso llorar, mas entendió que aunque bien viera ya no tenía ojos. Estaba muerto aunque no pudiera sentirlo, tendido en el vientre blanco de la ambulancia y a la vez clavado al semáforo que había sido su tesón y su rutina, fijo al oficio mientras el alma aguante, al pie de la avenida, condenado a repetirse, negado el don de descansar en paz, dentro y fuera del mundo, cambiada una droga por otra droga nueva y otro miedo distinto y qué ironía, ahora que había escapado a los problemas, inevitablemente enganchado a la vida.

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Comentarios

1
De: RM Fecha: 2005-09-01 08:09

También del año de la chimbamba. Debe ser del ochenta y pico. No se extrañen de que uno le viera el truco a El sexto sentido.



2
De: Ojo de Halcón Fecha: 2005-09-01 09:23

Joer Rafa, menudo bofetón me has dado con el cuento.

Y sí, jaja, no me extraña que pillaras el final de El Sexto Sentido antes de tiempo.



3
De: ET Fecha: 2005-09-01 09:56

Sin ánimo de ofender, maestro... pero me ha resultado un poco facilón.
Y eso que hay un par de joyas escondidas entre los párrafos.
Ya le digo, sin ánimo de polémica alguna.



4
De: INX Fecha: 2005-09-01 10:41

Muy poético...yo también le vi el truco a El Sexto Sentido, más que nada porque el fundido en off después del disparo me resultó clarificador...pero tu relato me ha gustado ;)



5
De: jaimemarlow Fecha: 2005-09-01 11:33

¡Demanda por plagio a Amenábar y a Shyamalan!



6
De: RUSO X Fecha: 2005-09-01 13:54

Y tras la muerte, vivir perpetuamente en el dia de la marmota.

Me ha gustado.



7
De: kastellanoson Fecha: 2005-09-02 00:22

Este cuento me recurda a aquellas vivencias que viviria el gran diogenes de de la calle santa engracia 88 de Madrid que hace tiempo ya no le veo y donde vivio y durmio en un banco o en el suelo durante 25 años y que no era ni drogadicto ni alcoholico estaba loco pues pienso que tampoco aunque como reza el refran de poetas sabios y locos todos tenemos un poco