Como un torrente de fuego desbocado, como una lluvia ronca desplegada de papel de estaño, las olas van y mueren en una carrera tonta hasta la orilla, amasan de piedra y agua los mil tobillos descalzos de niñitos en bañador, agrietan y arremolinan la construcción del castillo de palas y caracolas y luego se retiran lentamente hacia la enorme mancha azul, se reorganizan para iniciar una vez y otra vez más un nuevo ataque, se van queriendo volver temerosas de haber venido, y mientras tanto tú no tienes ojos más que para ella, te importan cien diablos las olas y la arena, la brisa de aire caliente que te descorona el pelo, las gaviotas de ningún color que cantan su canción de siglos prendidas desde lo alto, la música y el transistor que algún hortera última moda se ha traído de la disco, el ambiente sofocante de este primer lunes de septiembre. Tú miras y remiras, enciendes con acto métrico el tercer Marlboro seco de la tarde, guiñas los ojos por el humo, pierdes la cerilla en llamas y aspiras profundo a ver si pita, ves que no, rebuscas entre la ropa, deslías la toalla y prendes mecha hasta que el cilindro se hace antorcha y levantas un ojo y allí la ves, con su metro y medio de mujer tendia al sol, la piel amarillita bañada de luz de agua, los párpados caídos, la barbilla gacha; toda la humanidad se reduce a esa nariz que buscas. Te sientas con gesto rápido, analizas medio millón de frases, te descartas una por una mil excusas, qué le digo, sabes que vas a hacer el indio y no te gusta; a ver cómo me las apaño ahora que no hay nadie cerca.
Ella se levanta, ciento cincuenta centímetros de piel bruñidas en nivea, pelo dorado en cola de caballo, brazalete de plata y cicatriz de apendicitis según viste, se sacude la arena del cuerpo desnudo de niña, aparta las gafas (sabes que son indocromic) y dice a alguien ahora vuelvo, se escapa al agua, la ves zambullirse bravamente en una ola gigante de color de escarcha y sin moverte ni ésto sigues fumando, parsimonia de siglos que has decidido aprovechar, ni te inmutas cuando ella te mira, mojada de yodo y sal, y sientes mucho, desde luego, renunciar de motu propio a la invitación apenas simulada de sus ojos, te odias a ti mismo en ratos torpes cada tarde, por qué seré tan tímido, te preguntas otra vez si ella anda de burla o si te mira de verdad, con cuánto disimulo, quieres saber si es tu inútil paranoia o es verdad que ella te ve de refilón, oculta felizmente por las gafas parapeto, adiestrada por hermanas mayores, bellezas de oscura carne, informadita cien por cien de hermanas chicas, espías diminutas que murmuran cuanto haces si ella no está mirando. A ver, qué corte.
Tiras la colilla, tu gesto contamina la arena, y la ves salir, despacito como para dar más emoción al rato, y se seca con parsimonia la piel de celofán, el cuerpo de niña rubia, el perfil adolescente que tú amas, siempre sabiendo que la miras, medio mosca tal vez, cualquiera sabe, alargando la escena como si todo fuera una película de Saura (si es que Saura hace películas) y tú mientras la ves ya te has vestido, porque es tarde, y miras la hora en el reloj de dígitos y sabes que te tienes que largar, adiós, chiquilla, te colocas el vaquero, gastado de cien luchas, el niki rojo sobre tu pecho de muchacho tímido, recoges la toalla y la doblas en dos trozos, en tres, y buscas los zapatos y levantas la vista y la buscas a ella y te das cuenta de que no está. Ella se ha ido.
Te dices que mañana será, y quieres marcharte, pero no te mueves ni un poquito, se te van los dos ojos hacia el mar, adónde puede haberse metido, y la divisas por la orilla, arrastrando los pies, con esa cadencia suya en el andar, lejos de ti, fumando un ducados, seguro, es lo que fuma, medio despistándose entre la gente, el pelo rubio y la nariz de ensueño borrándose más y más a medida que la encuentras, y de pronto te has arrancado a andar, la sigues paso por paso sin saber muy bién qué demonios estoy haciendo, a ver si me da una torta por pelmazo, y ella no sabes si te ha visto, pero el caso es que sigue andando, y conforme te hace ir más y más lejos jurarías que sí, que lo hace a posta, que te está obligando a pasear a ver si te le lanzas, so garbanzo, y la contemplas ya tan cerca como para poder tocarla, ni te preguntas adónde va, y la ves de arriba a abajo antes de llamarla, te fijas sin maldad en ese cuerpo de violín o de guitarra, en el bikini dorado que hace tanto juego con su piel, en la elegancia suprema con que esta niña mujer hace avanzar las piernas, y oyes una voz rara y cascada (después te darás cuenta que es tu voz) y captas una mano que le toca el hombro, y ella sin esperar mucho más te mira claro a los ojos mientras se vuelve, sabiendo que estás ahí, segura de quién la llama, y entonces tú sacas las manos de los bolsillos, te hundes en ese iris de color de ámbar, y dices como muy seguro de tí mismo perdona que te moleste, pero quisiera charlar, y ella te mira con expresión divertida, se sonríe, expulsa una bocanada de humo por delante de los ojos que te miran con reguero cínico y dice muy bien, charlemos, ¿qué quieres saber?, y vuelve a andar, la sigues ya más tranquilo, a su flanco como un guardia suizo, como un capitán de escolta, notándote altísimo comparado con ella, pobre metro sesenta de poesía y sueños, olíendola muy intenso (la amas por el olor) y comienzas a charlar, a decir cosas, qué sé yo, te ves a ti mismo desde fuera, paseando por la orilla como en una postal romántica, igualito que en un cartel de puesta de sol, salvo que es bien de día y no hay mucho romanticismo en todo esto, porque tienes los pantalones empapados y adviertes que has andado por la orilla todo el rato pero no te importa, y sabes que después de imaginar tantas y tantas veces una escena parecida nada es del modo en que pensabas, que las voces que habías supuesto, las respuestas airadas que tanto habías temido, y los novios forzudos y los nombres supuestos todos estaban equivocados.
La miras ya desde muy cerca, te absortas en ese cuerpecito moldeado de fino estaño, en el pelo dorado por cien días de sol, en su risa de ola, la voz de animal marino, y deseas hundirte para siempre en el perfecto respingón de la nariz, más hermosa desde aquí que como habías imaginado, puntiaguda y sin piel, enrojecidas las pecas por tanta luz, y preguntas su nombre creyendo que te va a decir Beatriz y ella te mira, como parándose en seco, casi desafiante, y expulsa aire y pronuncia «Visi», tú la miras y dices qué y ella repite, sonriendo esta vez, ya sin complejos, Visi, y explica es que ni nombre es Visitación, no puedes tú por menos que pensar menudo nombre, y continúa disertando que en su pueblo todas las mujeres se llaman así, y tú ni siquiera te enteras de dónde es, sino que no es de aquí, que está de veraneo, y sientes que la arena se te traga, o deseas que se te trague, y encajas el golpe bajo con una sonrisa en los labios, así que no es de aquí, y no te da por preguntar de dónde es, ni se te ocurre, sino que todo se reduce a una pregunta, a un tropezón de voz que ni imaginas, cuándo te vas, y ella mira el sol, baja la vista al suelo, te busca los ojos al final y contesta con poca voz, tan bajito que nadie sino tú la podría oír, tan rápido y tan apagado que no parece que lo hubiera dicho: esta tarde.
Caminas con paso lento, al trote corto de caballo humano, y comentas noticas tontas, haces un rápido bosquejo de tu vida, le cuentas cosas, y ella te da el currículum en dos segundos (tampoco tiene tanto pedigree) y os paráis un ratito en la sombrilla, absurda conversación que ni recuerdas, y te despides al filo de las dos y media, se te hace tarde, le dices adiós sabiendo que nunca jamás la volverás a ver, menudo chasco, y te alejas caminando por la arena, el pantalón húmedo, silbando como si estuvieras contento pero la verdad es que por dentro vas que trinas, mojado y caluroso y con el pelo revuelto, razonando muy por lo bajo vaya planchazo, qué perra suerte.
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Categorías: Las aventuras del joven RM