SIN EL HORIZONTE DE AZUL MARINOPoquita gente podía presumir, como Torre, de haber nacido el mismo día de la explosión, y Torre desde luego presumía poco, primero porque cuando se lo mencionaba a alguien siempre le preguntaban cómo fue, ni que él se acordara, cojone, recién parío y llorón, y segundo porque en el fondo tampoco era cosa de la que enorgullecerse; vamos, que pa chupinazos mejor los de San Fermín, y pare usted de contar, si acaso. Y tampoco conocía a nadie que hubiera venido al mundo el mismo día (el mismo año sí, unos pocos), y mira tú lo que son las casualidades, tuvo que conocer a Diego el de la ferretería nada menos que en la mili, allá en Cartagena, en el pontón los dos, arrestaos por liar la pajarraca, y resulta que Diego había nacido exactamente el mismo día que él, en la calle Goleta, lo que son las cosas, y lo mismito que él se había ganado más arrestos que medallas el Roberto Alcázar. Una cosa.

Claro que Torre ni se acordaba de Diego el de la ferretería, porque fue volver de la mili, meterse en lo del boxeo, ganarse unas cuantas veladas en el Portillo y ñaca, aquel puñetazo del Kid Levante que le borró veintipico años de memoria, to patrás, así que cuando un verano allá por el ochenta y cuatro se le plantó un tío canoso delante en el bar Juani y le dijo cabo verde Torre de mi arma, picha, cómo andamos, se quedó a cuadritos, mirando así pa los laos, buscando la puerta por si le debía dinero al nota. Pero resulta que no, que no sólo no le debía nada, sino que Diego pagó la convidá, y se presentó, y cuando acabó por aceptar que Torre no se acordaba de nada y no se estaba quedando con él, ya eran otra vez amigos pa siempre. O por lo menos amigos para cada vez que Diego volvía en verano, que al principio, por las cosas que pasan, lo había hecho de higos a brevas y ahora, a medida que se le iba acercando la jubilación, ya venía más de cuando en cuando, y hasta se había comprao hacía unos años un piso allí donde los Ducados, con la esperanza de volverse pa Cadi en cuanto mandara a hacer puñetas el trabajo que tenía en Madrid, o en el trabajo le dieran la boleta y lo prejubilaran como a cualquier sordeta de Astilleros.

Y por eso, cada agosto más o menos, cuando Diego regresaba, Torre tenía que hacer de cicerone del otro, cosa que le gustaba porque se daba la triste guasa de que Diego, que no vivía en Cadi desde hacía más de treinta años, recordaba las cosas de Cadi que Torre no recordaba por más paseítos que se diera por las calles, y tenerlo allí al lao, contándole cosas, era como si de pronto le pusiera voz a las colección de fotos antiguas que guardaba en la estantería de casa, junto al libro de la explosión, mismamente, y la foto de aquel K.O. que le había regalado Juman.

Porque Diego el de la ferretería había corrido lo suyo por media Europa, y ni huyendo de los fachas ni na, sino porque había hambre, y hasta decía que cuando él se fue no existía ni Puertatierra, cosa que era un poquito exagerá porque las Tres Marías, los Chinchorros y San José han existido siempre, y el año menos pensao era capaz de extrañarse cuando viera la Torre Tavira o la catedral vieja. Primero estuvo en Alemania un año, en cuantito se licenció de la mili, y luego lo menos diez o doce en París, de donde la había traído a Torre una vez una Torre Infié de bronce que pesaba una jartá y que todavía tenía de adorno en lo alto del aparador, a pesar de que el termómetro que llevaba se le fue a hacer puñetas, y luego anduvo dando vueltas por Barcelona y al final se había afincado en Madrid, que aunque estaba a dos pasos como quien dice le costaba tela (literalmente, o sea, una pasta) cogerse el Talgo y venirse pabajo, siquiera en carnaval o en semana santa. Y eso que Diego decía que gaditanos los había a puñados repartidos por el mundo, que si antes los emigrantes eran gallegos ahora eran todos de la Viña o del Balón o de la Palma. Y que lo de irse a Castellón no había empezado hacía seis meses, sino que existía de toda la vida, ome, una triste guasa.

Era una enciclopedia andante del pasado que Torre no tenía, lo cual le daba una jartá de envidia, porque el tío se acordaba de los pregones aquellos de higos y acerolas grandes y colorás y la paja pa los argó, y del gitano que cambiaba globos por botellas, y se le hacía la boca agua recordando las panizas y las poleás, y le contaba que antes la basura se echaba al agua allá por Capuchinos (Torre, según su propia memoria, siempre la había dejado en una bolsita en la calle y luego en el contenedor, que era mu limpio, aunque no siempre era capaz de bajarla a las diez de la noche como estaba mandao, las cosas sean dichas), y se sabía los nombres y el sitio de la piera barco, y la piera la gaviota, y la media luna, y la piera tren, que ya prácticamente ni existían, o por lo menos no eran como él lo recordaba, con tanta erosión y tanto reciclado de arena y tanto meter obras en la playa, y hasta decía que de chavalillo, en las cuevas de María Moco, se había perdido por el laberinto que otros no creen que existe por debajo de la ciudad, donde vio a los tres reyes famosos jugando a las cartas y acabaron sacándolo nada menos que los bomberos y por la estación, y eso que había entrao por Santa María del Mar, pa que luego digan que en Cadi no hubo estraperlo ni hubo piratas.

Y se acordaba el gachó de que en las Puertas mismas había un consumista de leche, y un torrero que dirigía el tráfico con una banderita, y de los helados de La Valenciana de la calle Mirador, y de los tebeos de la jorobá y el bar Celaya y de Casa Manolo, que ahora era el Río Saja, y el Mar y Sol y el Mármol y del baratillo de las chucherías de Grabié, y la barbería de Federico que estaba en Teniente Andujar, y de los trolebuses, y de Pepe el de las gomas, y del Piojito y las cunitas de la plaza de la Merced, y del cine Gades y el cine España y el cine Mar y el cine Delicias y el cine Imperial y el cine Brunete y el cine Maravillas (bueno, del cine Brunete Torre por lo menos se acordaba), y en el fondo también a Diego le daba lástima la de cosas que se habían perdido, porque era como si no fuera capaz de admitir que también Cadi cambia y algunas veces hasta avanza, y que a lo peor nunca iba a poder regresar a aquel rinconcito que dejó cuando era un chavea y se subió a un tren con destino a aquella cosa mágica que entonces era Europa, donde llegó acojonao con la maleta de cartón y el botoncito de luto en el ojal y no se fue ni un día de putas, fíjate tú, dos años allí solano venga a ahorrar para comprarle a la futura parienta un traje de novia que luego, en la familia, aprovecharon también otras tres hermanas.

Y sabía Diego, como sabía Torre, que lo mismo cuando se jubilara le entraba la macancoa y se quedaba allí, en los madriles, por estar cerca de los hijos y los nietos que vinieran, amando a Cadi y siguiendo al Cadi y el carnaval por el canal satélite o por internet, bajando cada verano o cada vez que pudiera. Y era una putada, sí, tener memoria de algo que ya no existía, de un sitio donde no vivías, igual que era otra putada no tenerla, como no la tenía Torre, y vivir allí toda la vida.

El último día de playa antes de volverse pa Madrid, mientras se bañaban los dos en el agua ya revuelta que anunciaba septiembre, rodeados de aquel horizonte de azul marino, como decía la comparsa de Bustelo, dando saltitos con las olas como los dos chiquillos que alguna vez fueron, a Diego le pudo la tristeza y dijo ay, Torre de mi arma, y trazó en el agua alrededor de su cintura, con las dos manos, un cuadradito de un metro, ay, Torre, si por lo menos me pudiera llevar este trocito, este cachito ná más, yo con eso me conformaba. A Torre se le hizo un nudo en la garganta y le dijo que ya lo disfrutaría el año que viene, picha, o cuando se jubilara, y en el fondo le dio gracias a Dios, pese a no tener memoria, porque él era un pampli que no había visto ni la Torre Infié, ni el museo de cera, ni el Bernabeu, pero no había tenido que llevar nunca la foto de un pedacito del cielo donde vivía en la cartera.

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Comentarios

1
De: Ricardo Fecha: 2005-08-29 06:16

Vaya por donde ya es casualidad que se mencione la explosión de Cádiz y que no haya comentarios a este post. Inmediatamente antes de abrir esta página he terminado de leer "El centauro de piedra", que compré recientemente en Madrid, y acabo de disfrutar enormemente con esa entrañable historia de Pablo,el niño fantasma de "Una canica en la palmera". Hacía mucho tiempo que no leía una historia sintiendo tan dulce escalofrío recorrerme la espalda. Aunque soy seguidor de esta página, como antes lo fui de la revista Yellow Kid, El centauro es mi primer encuentro con el fabulador Rafael Marín. Me entusiasmó también el cuento "Ragnarok en las playas de Ítaca". Como soy de los que creen que, mientras se pueda, hay que dar gracias a quienes nos hacen disfrutar con el producto de su imaginación, aprovecho la ausencia de comentarios para darte las gracias, Rafael. Ahora mismo sólo puedo decir que seguiré leyéndote en el futuro.

Un saludote.



2
De: Ojo de Halcón Fecha: 2005-08-29 10:23

Si es que... qué bonito es Cadi :)



3
De: RM Fecha: 2005-08-29 10:28

Con mi agradecimiento a: mi tío Carlos, que me trajo la Torre Eiffel de bronce y dibujó aquel cuadradito en el agua; a V., que me contó lo de su vecino gaditano que nació el mismo día de Torre; y Alfred, que me proporcionó ayuda al elegir el título.




4
De: V. Fecha: 2005-08-29 19:24

Que sepas que a Diego le ha gustado mucho. No sé si le habrá caído alguna lagrimilla, aunque bien podría ser: es grande y ancho, como un Torre cualquiera, pero todo un buenazo.



5
De: ET Fecha: 2005-08-30 13:09

Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, dicen. Y tampoco puedes volver al sitio que dejas atrás...
...qué sabor a nostalgia, diablos.
Chapeau, maestro.