Como todas las mañanas, nada más levantarse, antes de pasarse por el cuarto del baño para echar un cañote o cepillarse los dientes comprobó el estado de la cuenta. Ayer tampoco había entrado nadie, mierda. Comprobó dos veces, por si acaso, pero era verdad: las máquinas no se equivocan nunca. Su vida había dejado de ser interesante.
Se preparó un café, se lo tomó sentado en la taza, mientras leía en pantalla algunos datos que, dicho fuera de paso, tampoco le importaban un carajo. Jugueteó con la idea de masturbarse, a ver si algún hojeador casual lo veía a esta hora tan temprana, pero le dolía demasiado la cabeza y estaba demasiado preocupado por las pelas como para ponerse a browsear las páginas porno. Hacía mucho tiempo que no recurría a la mera imaginación para excitarse.
Se vistió de la forma más normal que se le ocurrió en ese momento: la misma ropa de ayer, en realidad, aunque estuviera sucia, porque no quería agotar ya los bites de la lavandería. Además, ya hacía tiempo que vestirse de manera extravagante, una pernera del pantalón de cada color, la camisa al revés, las gafas en la nuca o la chaqueta llena de agujeros y de cables había dejado de llamar la atención a nadie. Todavía se veían por las calles algunos otros vendedores de sí mismos tratando de reclamar unos segundos de atención en las redes. Al principio, cuando la novedad, eran hasta simpáticos. Él mismo tuvo cierto éxito de ventas cuando parecía que no habría límites a la curiosidad de los mirones. Ahora se les veía patéticos en sus esfuerzos por llevarse a casa unos cuantos impactos con los que ir tirando hasta mañana.
Salió a la calle después de comprobar por tercera vez que seguía enganchado, que no había recibido la mala broma de algún cracker que lo hubiera desconectado de la red. Pero no, allí estaba. Todo en orden, las cámaras del piso apuntándole desde siete ángulos, el enlace con las calles y los satélites funcionando a toda mecha. Tomó aire, contó hasta tres y trató de parecer ajeno al hecho de que su vida ya no era propia, sino un entretenimiento en la red para quien quisiera seguirle los pasos desde las pantallas del trabajo, los restaurantes o su casa. No le costó un gran esfuerzo: llevaba demasiados años dedicado a esto para que le importara. Creyó recordar que alguna vez, al principio, notaba un picorcillo extraño en la nuca, y entonces imaginaba que medio planeta estaba abonado a su vida y siguiendo sus pasos, llevando la cuenta de sus pedos y sus eructos, de los polvos que echaba o que no echaba, del nivel de colesterol de sus comidas, las cuentas de su entidad bancaria, los libros que leía o las películas de las que tenía que salirse a media proyección, porque no le gustaban. A lo mejor era verdad, quién lo sabía: aquellos primeros años, cuando renunció al trabajo en la oficina y se vendió a la red, la novedad era más fuerte que nada que hubiera podido imaginarse. Vivía su propia existencia en un spleen vertiginoso, sabiendo que hasta clubes de fans podría haber que siguieran sus movimientos y cruzaran apuestas, ahora se la tira, ahora lo dejan tirado, mira, esa comida le va a sentar como un tiro, ese libro no es capaz de terminarlo, seguro que aquella vieja le roba la cartera. Fue una delicia. A cada mirón que entraba en su página, los dígitos de su cuenta aumentaban. Poco dinero, cierto, pero en un flujo constante. Dinero fácil. Uno, dos, tres, cinco impactos cada media hora. Euros a raudales, sin tener que hacer nada más que ser él mismo, convertido en protagonista de una película con leves aires neorrealistas. No era extraño que en Italia causaran furor los nuevos vendedores de almas.
Luego, poco a poco, la moda había ido pasando. Había sido asimilada. Ya no eran diez chalados los que imitaban la idea de aquella chica americana, santa Jenny Ringley. Eran miles. Fueron millones en menos de un año. La gente seguía entrando en sus intimidades, aquellas piezas de vida anónima que en realidad, como intimidad, ya no existían. Hubo que recurrir a llamar la atención vendiendo precisamente lo que ya no era normal. Él mismo se lanzó a una forma de actuar que no era propia. Se volvió más arrojado, decidió tirarse a cuanta mujer se le pusiera a tiro, se emborrachaba cada tarde, incluso pasó por un par de comisarías después de armar el consabido alboroto en público. La vida reducida a una caricatura. Los ingresos seguían constantes, pero en seguida se notó que la competencia era mucha. Y el ritmo de trabajo (porque de pronto un trabajo era) agotaba al más pintado. Por no contar los estragos que el alcohol, las putas, las multas y las drogas iban haciendo en los ahorros de su cuenta. A la desesperada, notando cómo el sistema se había vuelto un arte condenado a la muerte, como el cine o los cómics, o los libros en papel hacía dos décadas, algunos vendedores de sí mismos decidieron convertir su vida triste en odisea, en folletín. Fueron muchos los que se dedicaron a una vida de crímenes, enmascarando su situación, llamando la atención con atentados y masacres: Siga los pasos, vea cómo funciona la mente terrorista. Aprendices de wannabes, por mucho que intentaron camuflar sus identidades, desviar sus nicks, rebotar sus bases de datos, la policía los capturaba en seguida. Pam pam, quieto donde estás, chalado hijo de puta, CLS.
Ya no había dinero en el negocio. Todo el mundo, por culpa de la crisis mundial, por culpa de los ordenadores y los robots sin alma, tenía que buscarse los garbanzos haciendo lo que fuera para comer. La cultura del ocio, la había llamado algún imbécil el siglo pasado. La cultura del negocio, sin duda. ¿Cuántos había como él, conectados a la red, prostituidos al sistema, vendiendo pedazos de intimidad a gente que ya no quería comprarla? Esa chica que se cruzaba con él en el semáforo, ¿lo había visto alguna vez en sus pantallas? Esa respetable anciana del perrito robótico, ¿se excitaba cuando lo veía defecar las resacas en la intimidad anulada de su cuarto de baño? Aquel policía de allí, ¿lo tenía fichado por sus vagabundeos entre la zona norte y la zona este de la ciudad? Ese caballero del gabán y la peluca, ¿era un competidor? ¿Se había levantado esta mañana y había visto que, por lo menos, media docena de mirones habían entrado en su página y le habían dado de comer bites de curiosidad morbosa convertida en dinero?
Todos eran espectadores. Todos eran actores de una historia sin trama. Eso le parecía al menos. La venta en la red de las vidas ajenas, por repetida, habían dejado de ser novedad. Ahora la moda era el arte tsú. Cierto, cada mañana millones de personas en todo el planeta echaban una hojeada rápida a las páginas de los pobres imbéciles, y cada entrada, pling, les sumaba unos cuantos bits monetarios. ¿Pero cuántos eran? Se había convertido en una lotería. Hacía más de una semana que él no recibía la visita de nadie.
Sin una vida propia, sin mujer, sin hijos, sin otro trabajo, ni posibilidad de entrar en un sensocine o experimentar emociones nuevas, él solo podía pasear de calle en calle, siguiendo un rumbo que ni siquiera era predeterminado. Un vagabundo de la red, eso era. Como tantos miles. Había sacrificado su intimidad al coste de su vida.
Iba a la caza de algo inesperado, algo que captara la atención de los mirones casuales, algo que les hiciera conectarse de unos a otros y comunicar: atento a ese de allí, mira. Y la noticia de lo que él estaba haciendo, de lo que él veía y sentía, saltaría de una página a otra, de módem a módem, enlazando gentes diversas y alterando por unos minutos la monotonía de sus vidas. Un pelotazo así, y podría retirarse de este infierno. Cien mil personas que, de pronto, entraran en su vida y zas, la cuenta se hincharía como la espuma, lo suficiente para darse de baja en el servicio, alquilar un coche, perderse para siempre en una granja donde criar pollos y sembrar zanahorias.
Llevaba meses esperando ese momento. Una lotería, eso era. Pero tenía que pasar. Las calles estaban llenas de gente, no todo el mundo era trigo limpio. Podría ver una explosión de gas, un terremoto, un atraco a una farmacia. Lo que fuera. Sabía que era tentar a la providencia, pero tenía que pasar. Ya lo había visto una vez. Cuando las manchas de sangre de aquel tipo que iba delante por la acera le llamaron la atención. Cuando decidió seguirlo al callejón, y lo vio desembarazarse lentamente de la mano y el codo, del pie y la cabeza en el contenedor de basuras. Un asesino en serie, sin duda. Había ido regando los basureros de trozos de persona, aquí el hígado, allá los sesos, en ese otro rincón, los pechos y el pulmón. Y él lo seguía, nervioso y asustado, sabiendo que si el asesino se daba cuenta iba a acabar también en un estercolero. Avisó nervioso a la central de datos, dos bips mudos que alertarían de que su vida estaba dando un brinco, para que cientos de mirones pudieran entrar en su página y experimentar con él el descubrimiento del crimen, y siguió al asesino hasta que lo perdió en el metro, porque no pudo entrar al torniquete, si no tenía dinero.
Regresó nervioso a casa, sabiendo que había visto lo que pocas veces se ve, y comprobó la cuenta, y esperó la suma de datos y el cierre del balance. Pero no llegó nada. Estaba conectado, sí. Seguía dado de alta. Pero nadie había visto al asesino regar de miembros muertos las aceras de la ciudad. Sólo él había sido testigo del momento, a pesar de que cientos de cámaras seguían sus viajes cada minuto. La lotería había pasado por alto, no le había dejado ni un mísero reintegro.
Desde entonces, no había podido hacer otra cosa sino lo que ahora hacía. Salir a las calles, repetir una y otra vez la misma toma, intentando localizar a aquel asesino en serie, o a cualquier otro, lo mismo daba, un terremoto, un atraco, una inundación, un atentado terrorista, porque la gente no es trigo limpio y tiene secretos, y hacerlos públicos le podría echar un cable que le solucionaría tantas cosas, le daría los suficientes euros para comprarse una granja donde criar pollos y sembrar zanahorias y volver a ser algún día, quién sabe, dueño de su propia vida.
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