Además de aquel anuncio de ciclomotores hoy olvidado (“Hasta los chicos lo prefieren”), tres han sido tradicionalmente los mensajes de la megafonía de la Playa Victoria. El que alerta que algún pequeño (y no tan pequeño) se ha perdido, aquel otro que decía “Debido al fuerte viento reinante…” donde se conminaba al personal a no alejarse de la orilla y dejar los flotadores en tierra, y el no menos popular de “En beneficio de todos, rogamos se abstengan de jugar a toda clase de deportes de pelota. Gracias”. Este último vino complementado, hace muy poquitos años, con la apostilla de que bueno, vale, se podía jugar pero en la arena seca, detrás de los contenedores, donde pasaba poca gente a quien se pudiera estampar un balonazo y te quemabas las plantas de los pies como no llevaras playeras.
Hoy parece que los niños se pierden menos, o que los encuentran antes, salvo días puntuales de aglomeración dominguera. No se suele advertir al personal que se deje de practicar pobre-surfing los días de levantera desatada, quizá porque para eso están las banderas y los chicos de la Cruz Roja (aunque a veces uno se pregunta a qué esperan para poner la bandera amarilla si vemos a los más flacos volando bajo por la orilla y hay olas de película hawaiana). Y lo que ya parece olvidado para siempre jamás es el recordatorio del acto cívico de que todos vamos a la playa a disfrutar unas cuantas horas y no a convertirnos en frontón de pádel de la diversión de otros.
Yo no sé si han perdido las buenas costumbres, o si lo hacen para compensar el caos absoluto que fue, por aquello del vertido de arena y de la draga, la playa el año pasado (¡y ahora nos publicitan que este año los usuarios la valoran mejor, pues claro, toma!), pero un pelotazo o un palazo aquí en la parte de pensar sigue doliendo, por mucho que lo mismo sea políticamente incorrecto e impopular (¿captan?) recordar a la gente que no están solos en los siete kilómetros que Dios nos concedió de playa. Hoy juega al fútbol o a las palas cualquiera, y justo en la orilla, el sitio de paso de todos los que van y vienen del agua o, simplemente, se pegan su garbeíto desde Santa María del Mar a Cortadura. Me dirán ustedes que no es para tanto la queja, y posiblemente tengan razón, porque a ninguno nos duele un pepinazo hasta que nos toca. Y no es agradable que un crío de pocos añitos esté haciendo su castillo megachachipiruli de arena y dibujando arabescos que ni torres de Gaudí chorreando arena mojada entre los dedos y que, zas, un granujiento con bermudas largas y tatú en el solomillo se lo lleve por delante como en esas películas de jugadores de hockey sobre hielo que protagonizaba Paul Newman. Y cualquiera le dice al interfecto que haga el favor de pitar tiempo muerto mientras pasa la excursión camino del agua, que el “po eso es lo que hay” es lo primero que uno se encuentra, y no me quiero ni imaginar la que puede montarse si, después de lastimado por una pelotita de esas tan monas, alguien pretenda encararse con el responsable.
Porque, y ahí voy, el problema es que antes se jugaba a las palas pero, cuando la gente pasaba, o cuando se avistaba a un guardia, todos echaban (echábamos, mea culpa quoque) a correr o deteníamos el Roland Garros hasta que no hubiera queus en la costa. Ahora pasa la poli la mar de cómoda y repompeada en esos pedazos de motocicletas que tal parece que están a las órdenes de Mitch Buchanan y como si pasara el magrebí que vende alfombras, oiga: no les hace ni puñetero caso nadie. Y tampoco es que ellos se deslomen en recomendar que, por favor, se dejen de palitas que pueden hacerle daño a alguien. Quizás es que, claro, ya no se desaconseja practicar ese sano deporte veraniego por si causa mala impresión. Quizás es que de perdidos al río. O a la playa Victoria.
Eso y reconocer que no se puede, ni se podrá, impedir que el personal acote la playa que es de todos y de nadie los días de barbacoa viene a ser lo mismo. O sea, reconocer que se nos va la urbanidad de las manos (ya se nos fue el urbanismo hace muchas décadas). Peligrosa dejadez de responsabilidades, me temo y mucho. Aquí cada cual está para lo que está. O sea, lo que les decía: que cada estamento que nos administra debe tener muy clara y muy acotada su propia parcela.
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