Les confesaba hace unos días que fui un niño sin abuelos. Pero fui un niño con abuelas. Dos, como todo el mundo. La noche y el día, imagino que como en cada casa. Hasta en sus nombres eran distintas, una con nombre hermoso y otra con nombre horrible, muy dado al cachondeo por parte de los yernos, aunque no hubo reparo alguno en hacer cargar con ese mismo nombre a una de mis tías.
La madre de mi padre, María, era pequeñita, vestida de negro y toca como se ve todavía que visten las viejas en las caricaturas. Madre de muchos hijos y viuda viudísima. Ahora intento recordar su rostro y lo que me viene a la cabeza, fíjense ustedes, es el rostro de mi padre, como quizá será ese mismo rostro el que yo vea dentro de algunos años en el espejo. Me comentan que decía una frase ("Hijo, yo no me quiero morir, que la vida es muy dulce"), lo cual tiene mérito tratándose de una mujer que enviudó joven, que tuvo que sacar adelante a un montón de hijos y al que se le murieron un par de ellos por el camino. Sé que se cuidaba mucho, que se movía de acá para allá pero muy tranquila y que casi siempre, los jueves por la tarde, pasaba por casa. Le diagnosticaron diabetes y ya sus cuidados fueron el no va más. Y, lo que son las cosas, se murió de sopetón, en la cola de un banco. Dicen que se sintió indispuesta un segundito, se tambaleó, y al momento siguiente ya estaba pajarito en el suelo. Fue la primera vez que sentí que había en mí algo presciente, porque esa misma mañana, en el cole, nos dieron sin que viniera a cuento una especie de misa de difuntos (no sé quién se podría haber muerto), y yo pensé o comenté que en mi familia no se había muerto nadie. Ironías del destino, ese mismo día se murió mi abuela María, a quien mi padre todavía llamaba de usted.
La madre de mi madre, Filomena, era también pequeña, pero yo la veía grande y delgada, con ese velo de tristeza que tienen siempre los ojos de la familia Trechera. También viuda joven, también madre de muchos hijos y de hijos que no sobrevivieron. Peleona siempre, testaruda, la recuerdo siempre vestida de cuadros grises. Mi primer recuerdo de la infancia (y mi primera reflexión sobre la ortografía) se los debo a ella, porque me veo a mí mismo, pequeñito y con los pelos rizados, gritando por el patio "¡Agüela!! (así con g y con diéresis), y me veo después, comprobando en algún tebeo o algún libro que se escribía con b y sin los dos puntitos que yo tan bien pronunciaba, lástima. Su mala salud de hierro fue proverbial. Escapada de su casa en Alcalá, creo, en su momento de rebeldía juvenil, acabó recalando en Cádiz y, lo que son las cosas, muchos años después, cuando visitaba en el hospital a una vecina, se encontró ingresado a su propio padre (cómo era la vida cuando no existía ni teléfono ni esas cosas, oigan). A mí me gustaba escucharla hablar, contar historias de la guerra y de la represión, cuando bajaba la voz para explicarse aunque en el fondo me parece que no se explicaba nada. Vivió más de media vida en dos habitaciones infectas en la calle Teniente Andújar, víctima de la diabetes más grande que jamás vieron los siglos, superviviente siempre y peleada mes sí mes no (o eso me cuentan) con vecinas a quienes ponía de vuelta y media agarrada a la barandilla de la casa, y yendo y viniendo a veces, por eso mismo, de comisaría. Luego se templó, quizá porque se dio cuenta de que ya era vieja o porque espantó al vecindario, que también es posible. Decía que se había quedado medio ciega pero todos pensábamos que exageraba,y cuando un Carnaval vio a quien luego sería mi mujer, identificó en seguida cuál iba a ser mi futuro. Tenía un jilguero simpático en una jaula de madera a quien pusimos de nombre Macareno, y un canario antipático que despeluchaba. Fue ella quien instauró la sana costumbre de darme una paga semanal, y allá que iba yo a verla cada sábado, después de buscar tebeos en la plaza. Charlaba por los codos y se murió cuando todos ya creíamos que no iba a morirse nunca, cuando yo tenía ya veintipocos años y me había acostumbrado a querer a aquella vieja que podía ser cascarrabias con los otros pero que se llenaba de ternura cuando me veía, y es que ser el nieto favorito tiene su miga.
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