Con su permiso, Don Rafael, y si no le importa, cuelgo por aquí mi propia crónica del evento, que le acabo de mandar hace unos segundos a los amigos:
Todavía me picaban las enrojecidas manos, anoche, al salir del concierto, de tanto y tanto como aplaudí, durante su actuación, al mejor poeta español de la segunda mitad del siglo XX (y digo poeta, y no cantautor, porque esto otro ya lo doy por sentado).
Momentos antes de que comenzara el acto se amontonaba ante las puertas del teatro el numeroso público que poco después lo habría llenado hasta la bandera, si es que bandera hubiera tenido. Un lleno absoluto, como siempre, el que registraba anoche el recinto, con más de una celebridad local, de las de andar por casa, entre los asistentes, como Gonzalo Córdoba, propietario de "El Faro", quizá el restaurante más importante y renombrado de la ciudad, Juan Manzorro, periodista y locutor de Canal Sur Radio, algún que otro corista, y hasta cierto escritor y guionista, bitacorero de relumbrón, que aunque no llegué a ver entre la muchedumbre, me consta que por allí andaba. Otros rostros de amigos y vecinos, menos populares ya, pero igualmente conocidos, también podían verse, que Cádiz es muy chico, como el de Jose, quien antes le vendía los cupones a mi señora madre, en la esquina de casa, hasta que se retiró hace algunos años, y que allí estaba ayer, sentadito en su palco, dispuesto a regalarse durante un par de horas su sentido más desarrollado. Abundancia de matrimonios ya maduritos entre el público, por lo demás, y las mismas caras, seguramente, que siempre acuden a orillas del escenario, con devota fidelidad, y como en peregrinación, cada vez que Joan Manuel Serrat arriba, con su valioso cargamento de buena música, sensibilidad y poesía, a la ciudad gaditana.
La cita, por cierto, tuvo lugar en el mismo teatro de verano, bautizado con el insigne nombre de Jose María Pemán y ubicado dentro de ese parque nuestro, nacido a un mismo tiempo gaditano y genovés (que no cabe mayor lujo, como bien decía el pasodoble aquel de los viudos), en cuyo exterior se apostaban para escuchar al amigo Serrat, ya entonces, hará ahora unos treinta años, con unos bocadillos y unas cervezas, mi padre y mi tío, su cuñado, cuando todavía no había llovido tanto como luego llovió y la cartera no daba para más. Y junto a ellos dos, de quienes he heredado mi amor por la obra del catalán, precisamente, acudía yo ayer al espectáculo.
Ya dentro, y sobre el escenario, al aire libre y bajo las estrellas, sin manto de guirnaldas ni nada, para que el cielo nos viera, con el suave ulular de la brisa que arrimaba el mar haciándole los coros, un pedazo de la historia de España al que quiere el pueblo con locura y que fue recibido nada más salir, como se merece, entre una atronadora salva de aplausos y con el público puesto en pie. Un público ante el que se presentaba, volviendo a sus orígenes más sencillos y humildes, y tras la grandilocuencia de su gira sinfónica, con la sola compañía de una guitarra, un taburete y Ricard Miralles, su inseparable arreglista, a las teclas del piano, magnífico contrapunto, que si algún virtuoso de la interpretación instrumental había anoche sobre las tablas, ese era él, sin duda alguna, tal y como pudo comprobarse con el delicioso solo que se marcó el buen hombre, mientras descansaba el cuerpo y la voz su compañero, hacia la mitad del concierto. Y aunque pueda parecer poco, que lo dudo, no le hizo falta más, al viejo maestro, para ir desgranando una por una las canciones de su repertorio, que durante tanto tiempo, toda una vida, han acompañado al público, y que ya son parte fundamental, como muy pocas composiciones lo son, de la memoria colectiva del país.
La selección de temas presentada bajo el nombre genérico, y acertado, de la nueva gira, "100 x 100 Serrat", les diré, me agrado muchísimo. Cantara lo que cantara, lo sé, me habría agradado, que son las ventajas que tiene, supongo, no haber compuesto nunca una mala canción. Pero es que además, creo, estaban perfectamente escogidas, las escogidas, y tras romper un hielo que no necesitaba romper (porque se le quiere, insisto, y la complicidad existía incluso desde antes de que se abrieran las cortinas) con uno de los poemas de Miguel Hernández que musicara en su día, "Menos tu vientre", y uno de sus mayores éxitos, "Mediterraneo", el cantautor comenzó a alternar sabiamente temas de ayer y hoy, pausados y movidos, propios y ajenos (solo uno, en realidad; una canción popular catalana, cantada en su idioma, "sobre un ladrón - introducía con malicia Serrat antigua, de cuando los ladrones robaban embozados, por pudor, y no como ahora, que te los encuentras ahí, en el telediario, a las tres de la tarde, enchaquetados y con su mejor sonrisa").
Eso sí, justo es reconocerlo, mientras los temas más recientes y/o menos conocidos de su repertorio ("Una mujer desnuda y en lo oscuro", "Me gusta todo de tí (pero tú no)", "Por dignidad"), se escuchaban con atención y respeto, y hasta se admiraban convenientemente, ya fuera por su exquisita mordacidad ("Disculpe el señor"), ya fuera por su arrebatadora belleza ("Es caprichoso el azar"), cuando de verdad se derretía el público en sus manos, para qué nos vamos a engañar, era cuando acometía los títulos más memorables de su trayectoria. Fue mientras cantaba "Esos locos bajitos" que suspiraron varias personas a mi alrededor, tocadas en lo más hondo, y los matrimonios mayores se abrazaron, probablemente reviviendo por su edad ese inevitable adiós de los hijos del que habla la canción en su remate. Fue cuando sonaba "Aquellas pequeñas cosas" cuando a la gente, bastaba con verles la cara, se le removieron mil recuerdos dentro del pecho. Fue cuando entonó, con un brío inesperado, dada su edad, y una valentía considerable, visto el desgaste de su voz, "La Saeta" de Machado, que un público tan devoto como el gaditano se estremeció por entero. Fue esa maravillosa inyección de adrenalina y vitalidad, "Hoy puede ser un gran día", la que animó al respetable y lo hizo levantarse para partirse las palmas aplaudiendo en una de las ovaciones más largas de la noche. Fue "Señora", esa canción de amor adolescente cantada ayer, con bastante sorna, por un Serrat sexagenario, la que hizo patente el paso de los años y la que dejó, pese a todo, una sonrisa embobada en las caras de los espectadores. Fue "Fiesta" y su arrolladora alegría la que borró el mal sabor de boca que siempre deja el "Romance de Curro el Palmo", canción amarga donde las haya y que no desentonaría, por su estructura, su temática y su ambientación, junto a las más célebres composiciones de Quintero, León y Quiroga. Fue "Cantares" una de las canciones que más bravos y oles arrancó a su finalización, entusiasmada la gente con la fuerza que todavía desprende, cuando el tema lo requiere, este moderno trovador que es un maestro, de lo tuyo, de lo mío, de lo nuestro, que tanto camino lleva ya hecho, y al que tanto camino, esperemos, le queda aun por hacer. Fue "Tu nombre me sabe a hierba" la canción que le dejó a los asistentes, en el paladar, ese bendito sabor de juventud perdida, pero recuperada allí mismo, siquiera por unos instantes, a través de su melodía. Fueron "Penélope" y "Lucía", a petición del público, las dos canciones que cerraron su deslumbrante actuación. Y es que su voz no será ya la que fue, por más que todavía conserve su marcada personalidad, su sello inconfundible, y aun embelese, pero sus canciones sí lo siguen siendo.
No todo fue cantar, sin embargo, y entre tema y tema, para amenizar la velada y quitarle hierro a la densidad de sus creaciones, escritas para saborear cada metáfora, para detenerse en cada imagen, para apreciar y atesorar cada verso, el maestro Joan Manuel Serrat, sirviéndose despreocupadamente unas copas de cava, que había confianza y estábamos en familia, iba filosofando, bromeando, o rememorando capítulos de su pasado, según se lo pidiera el cuerpo o se lo exigiera el guión, tal y como hizo con esa delicia de monólogo, en absoluto improvisado (alguien, a mis espaldas, en la oscuridad, demostró sabérselo de memoria), con el que prologó la no menos deliciosa "Una de piratas", recordando aquellas emocionantes lecturas de infancia, tan cargadas de aventura y romanticismo, de Robert Louis Stevenson, de Emilio Salgari, que un buen día lo impulsaron a componer el más maravilloso y tierno homenaje que jamás se le haya hecho al entrañable terror de los siete mares del sur. No le faltó oportunidad, tampoco, para dialogar con el respetable y responder a sus gritos con una agilidad y un sentido del humor más que envidiables, que no sé yo quién puñetas le colgaría al pobre hombre, en algún momento indeterminado de la historia, el san benito de serio y aburrido. Especialmente entrañable me pareció, llámenme cursi, y con esto acabo ya, el sonoro grito de "¡¡¡guapo!!!" que una mujer le dirigió al comienzo del espectáculo. Una mujer, la que gritó, que no cumplirá ya los cincuenta, a buen seguro, que probablemente se lo habrá gritado siempre, desde hace treinta años, cada vez que el músico haya visitado la ciudad, y que ayer, ni corta ni perezosa, volvió a hacerlo una vez más, como si el tiempo no hubiera pasado, ni por ella ni por él, y el cantante siguiera siendo aquel muchacho apuesto, de espesa melena y atractiva mirada, que nunca más será.
Un saludo.
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