Igual que Torre, me entretiene ver pasear a la gente por la playa. Sentado en mi hamaca, mientras vacilo en darme un chapuzón o no (lo cual es síntoma de que me hago viejo), les invento historias, deduzco pasados, admiro bellezas y me divierten sus pintas. Juego a buscar semejanzas en los andares entre padres e hijos, por ver hasta dónde llega la tendencia genética y dónde el gesto aprendido; pierdo la cuenta de la gente que pasa (y cuántas veces pasa) vendiendo refrescos, patatas o alfombras persas hechas en Taiwan; recuerdo un mucho al maestro Ivá cada vez que aparece arrastrando las chanclas alguien que podría haber sido secundario de Makinavaja; me da cierto pudor la falta de pudor de algunas personas y llego a la conclusión de que a veces el atractivo no está tanto en el cuerpo que se exhibe sino en el corte del bikini que se compra. Todo me lo guiso y me lo como yo mientras, sentado en mi hamaca, tengo una hora entera en la que no hacer nada de nada con mi vida. Pavada de sol, que decía Mafalda, siempre tan sabia.
Me entretiene ver pasar a la gente porque a veces, dentro del hormiguero, no advertimos que también nosotros somos hormigas. Y busco parecidos con personajes propios y actores foráneos, y envidio las toallas y las pelotas de los niños con las imágenes de Spider-Man con las que yo mismo soñaba en una infancia donde aún no existían, y me extraña que sólo de vez en cuando aparezca algún locuelo llamando la atención, con una cruz gigantesca en alto y la palabra "Anatema" escrita en blanco sobre los travesaños de madera. Vuelan las avionetas de publicidad y, a la espera de que Ruiz Mateos nos recuerde la de años y un día que hace de su expropiación (y este año todavía no ha caído, lo cual me extraña), la imaginación se desboca y se me antoja que sus pilotos van haciendo competiciones en vuelo rasante sobre las cabezas de los bañistas, como si se creyeran Harrison Ford en alguna isla tropical. Siempre me queda la curiosidad insatisfecha de si desenganchan las pancartas antes de aterrizar y, si es así, quién las recoge luego.
El otro día me llamó la atención un muchacho. Veintipocos años, playeras, su bolsito al hombro, su toalla al cuello, un reloj llamativo en la muñeca izquierda, gorrita y gafas, pero no de sol, sino para la vista. Nada había que lo diferenciara de todos los paseantes, un usuario más de la playa Victoria. Pero me llamó la atención, ya digo, que iba solo camino de la orilla, la mar de ufano. Un chico con síndrome de Down, eso que hace unos años mal llamábamos un subnormal y antes todavía, palabra terrible, un mongolito.
Y lo vi feliz, buscando a algún amigo o familiar en la playa. Alguien lo reconoció, una pareja joven, quizás unos parientes, y cruzaron con él dos besos y unas palabras. Me encantó ser testigo de cómo el chaval se explicoteaba, cómo aquella pareja joven sabía de la importancia del afecto y, mientras charlaban, no dejaban de acariciarle los brazos y de mirarlo a la cara con sincero cariño. Luego, tras despedirse, el muchacho siguió adelante en su camino, con su toalla al cuello y sus playeras y su bolsito al hombro y ese reloj enorme que fue lo primero que picó mi curiosidad. En ningún momento dejó de sonreír. No tengo ninguna duda de que, en la marea de gente que ese día ocupaba la playa, encontraría sin problema ninguno a la gente que buscaba.
Esa escena fugaz me valió más, lo reconozco, que mucha publicidad institucional a favor de la integración. Aquel muchacho era y es, lo vi muy claro, un ciudadano normal, corriente y moliente, perfectamente capaz de bandearse solo por la jungla de arena y sombrillas que es la playa, y sin duda de hacer lo mismo por las otras junglas de asfalto y cristal y madera por las que tenemos que transitar todos. Una cosa lo diferenciaba de los demás, y reconozco que me sorprendió, y me dio hasta un pellizquito de envidia. Porque el chaval se veía no sólo integrado, sino feliz, y en su rostro inocente y puro no dejó de asomar ni por un momento eso que toda la otra gente que pasea por la playa o por las calles ya no muestra: una enorme sonrisa.
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