Yo fui un niño que creció sin abuelos. Los dos murieron tantísimo tiempo antes de que yo naciera que apenas fueron en mi infancia rostros borrosos en fotos en blanco y negro, residuos de cuando la fotografía parecía aún una novedad y la gente miraba a la cámara con esa sensación de extrañeza e incomodidad que, ya entonces, se me antojaba una premonición de muerte. No hay nada más extraño que mirar, mucho tiempo después, la foto de un desconocido muerto.
Los dos murieron jóvenes, dejando familias cargadas de hijos en una posguerra dificilísima. Mi abuelo paterno, Gaspar, era policía municipal. Cabo. Se le ve en las fotos (o en la única foto que recuerdo) con un bigote imponente, y un uniforme con botones blancos en las hombreras, que es hasta donde abarca el encuadre. No tengo ni idea de cómo pudo ser: mi propio padre hablaba poco de él, porque lo perdió muy pronto. Sí sé que murió cuando se declaró una de tantas epidemias en una ciudad portuaria que históricamente sufría de todo en cuanto llegaba un barco apestado. Alguna vez he oído a mis tías, ya ancianas, contar que, declarada la epidemia, tuvo que ir recogiendo cadáveres e ingresando gente enferma en el hospital de San Juan de Dios hasta que él mismo, claro, se contagió de lo que intentaba prevenir, y murió en seguida, el pobre. No sé si eso lo convierte en un héroe.
Mi abuelo materno, Joaquín, puede que fuera electricista, o puede que no fuera nada, represaliado después de la guerra. Se murió sin llegar a la edad que yo tengo ahora, pero mi madre me advierte siempre que ya era un viejo. Republicano convencido, eso sí, como mucha gente de la familia de entonces: hay todavía susurros de tíos políticos exiliados o encarcelados, de paseíllos y palizas y pelos rapados al cero. La expresión que se usa es "se metió en política" o "era de la política", lo cual imagino que quiere decir eso, que eran gente votante de izquierdas que nunca consiguió un objetivo en la vida y acabó pagando el pato de los errores de unos y la impaciencia de otros. En las fotos se le ve anciano, raído, con una boina y la barba de muchos días, enflaquecido y con mirada de enfermo: mirarlo me da un poco de miedo. Dicen que siempre llevaba una novela en el bolsillo. Murió de hidropesía, o algo así. Hace dos días me contaron que, en su lecho de muerte ya, el hijo del poeta laureado local, uno con nombre de emperador, en su ronda para salvar almas de pobre, cuando ya el viejo que no era se moría, iba atendiendo miserias y regalando botellas de leche. Cuando le tocó a mi abuelo, le exigieron que se confesara a cambio de la leche. Mi abuelo dijo que no, que él nunca había creído en esas cosas y no iba a empezar ahora, y se murió sin confesión y sin leche. Con dos cojones, al infierno, pero ateo. No sé si eso lo convierte en otro tipo de héroe, pero a mí me dice mucho de la buena gente que intenta salvarnos por narices el alma aunque nos esté agonizando el cuerpo.
Se llamaban, ya digo, Gaspar y Joaquín. No los conocí nunca y un gesto de rebeldía independiente de sus hijos les llevó a saltarse la tradición y no ponerme a mí ninguno de sus nombres, sino directamente el de mi padre, cosa que agradezco infinito. Mis dos abuelos, ya ven, desconocidos con parte de mi código genético a quienes no llevo ni siquiera en el recuerdo.
Comentarios (20)
Categorías: Los mios