Pueden ustedes empezar a cachondearse. Total, ya tengo con la sonrisita de oreja a oreja a mi mujer y a mis hijos. Pero yo sigo. Y no les digo que me duelen hasta las pestañas, entre otras cosas porque sería exagerar, pero tengo ya las piernas como la caricatura de Rambo.
Les confieso: hace una semana que, de motu propio, en una cruzadera de cables que sólo tiene explicación porque en el fondo uno es muy litri y le fastidia tener una veintena de pantalones en el armario de los que sólo le entran cuatro este año, decidí poner remedio a mi intento de abarcar el universo y renuncié, como un jabato, a la cervecita y las tapitas y el pan y el picoteo. Con dos cojones, dirán ustedes, estando en verano. Pues bueno, sí. Es duro el sacrificio, pero tiene sus ventajas. Entre otras cosas, que se ahorra y todo.
Pero, ay, uno es consciente de que está más quemao que la pipa de un indio y que ya va siendo hora de que no necesite un valet para hacerme el nudo de los zapatos (esto, advierto, es una licencia poética: nunca he tenido zapatos con cordones, no me gustan desde los tiempos en que los zapatos Gorila fueron sustituidos por los Bonanza, adivinen la edad que tengo), así que no sólo he decidido renunciar al segundo placer de esta vida (y en ocasiones, como dice mi amigo Rodri, hasta nos olvidamos de cuál es el primero), sino que he resuelto castigarme por ello y, sí (risas ahora), llevo cuatro días pedaleando sin moverme en un gimnasio que está al ladito de casa (tampoco hay que exagerar) y que es la mar de moderno y con dos plantas y me recuerda al chiringuito que tenía instalado en su mansión, cuando era rico, el amigo Matt Murdock.
Hay que tener valor, me dirán ustedes. Hombre, valor, valor... Lo que hay que tener es un montón de kilos de más sobre los kilos de más, y comprender que el aburrimento es el aburrimiento. No es que me mate, oigan, que en una carrera yo solo quedo segundo, pero está bien tener una rutina que te obligue a sudar un poco cada tarde, no crean. Lo mismo que esto del bitacoreo me obliga a escribir y a cambiar de registro y a estrujarme la(s) neurona(s) a ver qué tema se trata cada día o cuando se tercie, tampoco está mal hacerse su ratito de ciclostatic, su subida de escalones que no te llevan más que a ti mismo, recordar a Charlie Chaplin en la cinta transportadora e imaginarte que eres Flash Gordon en Frigia mientras te mueves en una especie de bártulos de esquí que te suben arriba y te bajan abajo.
Imagino que no me pondré como una sílfide, que no aguantaré hasta navidad con la rutina, que en cuanto lleguen los fríos y el trabajo y la desesperación de ver que tampoco es que a uno le vaya a encajar a partir de ahora el disfraz de superhéroe volveré a mis tres deportes favoritos, el sillon-ball, el zapping y el tumbing, y que me será inevitable, viviendo donde vivo, evitar competir más de una vez en ese otro bello deporte amateur, levantamiento de jarra en barra móvil.
Pero oigan, que de momento resisto. Aunque me duelan las piernas, y los abdominales, y las pestañas. Y por mucho que se sonrían de oreja a oreja mi mujer y mis hijos.
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