Ya nos lo advirtió Alan Moore. Perdón, quise decir Juvenal: "¿Quién nos guardará de nuestros guardianes?". Y ahí lo ven ustedes, la pescadilla se muerde la cola, porque no nos puede guardar nadie.
Mientras la policía dice que tal como están las cosas prefieren disparar a matar (total, un millón de dólares de indemnización a las familias, que no les va a salir del sueldo a ellos sino a las arcas del estado, o sea, a nosotros mismos), y crece entre la gente corriente y moliente a la vez el miedo y la sensación de que puedes salir impune de todo si tienes pasta, me temo que podamos acabar por acostumbrarnos, ay, a que hagan con nuestra individualidad lo que les salga de la punta del cetme, por nuestro bien, por nuestro bien siempre.
Saben ustedes que hace un par de días han matado a un hombre detenido en una celda. La Benemérita, nada menos. Con la que está cayendo y ahí lo tienen, soldadito valiente que no distingue lo que defiende de sus cojones de esparto espartero. Se dice pronto, hoy, matar a una persona a golpes. Justo hace una semana charlaba con un viejecillo en un centro comercial (desesperados los dos ante tanto trapito de rebajas, pero menos mal que habían colocado asientos entre tienda y tienda), y mientras el buen hombre me contaba su vida y sus contradicciones de pe a pa, acabó revelándome que a un cuñado suyo, recién fallecido, hacía años la bien loada Benemérita le había dado una paliza del copón. Yo sonreí, algo condescendiente, pensando que esas cosas, por fortuna, ya no pasan, y me despedí del viejecillo y seguí tratando de escabullir la tarjeta visa.
Pero sí pasan. Siguen pasando. Porque siempre hay tontos (por llamarlos de una forma suave) que si les das un uniforme se creen que son Dios. Y actúan en la impunidad de una borrachera de hombría mal entendida, de protección mal interpretada, de banderas que equivocan porque no son suyas en exclusiva.
Lo malo, ya digo, es que estas cosas pasan y parece que no quedan. Y me preocupa que al final acabemos pensando como mi hijo, que tiene sólo doce años y al que hubo que explicar ayer, ante su pregunta de si el muerto era culpable, que ninguna culpabilidad ni ningún delito justifica eso, que quien está ahí para que nos proteja mate a nadie como ni siquiera se mata a un perro, con saña y odio, con la impunidad de unos galones o la confusión de que ya no somos como quisieron que fuéramos antes.
Me preocupa, de verdad, que las líneas grises se confundan, porque entonces será el terror, de fuera y de dentro, el que habrá ganado definitivamente la partida.
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