El fútbol era un ritual, y de ese ritual su momento máximo llegaba con el Trofeo Carranza.
Antes de que los estadios se llenaran de camisetas y banderas, antes de las bengalas y los gritos de ánimo medio en broma, antes de los ascensos a la gloria y los hundimientos en los infiernos, cuando Cádiz era un proyecto de futuro que se quedó a medias, mi padre y los hombres como mi padre vivían, en ese ratito de entretenimiento cada dos domingos y cada finales de agosto, la epifanía o la catarsis que los rescataba del tedio de sus vidas. Se iba al fútbol de punta en blanco, con chaqueta y corbata, como quien va a misa. Cada dos domingos, y cada final de agosto, yo veía a mi padre y los hombres como mi padre ponerse el uniforme de caballero, como caballeros todos eran cuando se quitaban los monos azules y dejaban atrás los barcos a medio construir, en las antípodas de Pepe el Hincha o los hooligans que lo invadieron todo luego, y hacerse en trolebús o andando desde casa, como era su ejemplo, el caminito que llevaba hasta el Carranza. No es que el Estadio estuviera demasiado lejos, pero tampoco quedaba precisamente cerca, y aunque todavía mi padre era joven y no lo traicionaron hasta más tarde los años y las piernas (la vida, en suma) hacerse cuatro veces diarias, durante un fin de semana de luz y calores veraniegas, ese mismo viaje parecía una hazaña digna de héroes griegos, o de aedos tipo Homero, porque luego se contaban las gestas de aquellos jugadores míticos que ni siquiera la tele era capaz de ofrecer y que la radio, nerviosa siempre, engrandecía con su eterno runrún de altavoces.
Mi padre se enorgullecía de haber visto todos y cada uno de los partidos del Trofeo Carranza, desde aquel mítico Sevilla-Atlético de Portugal, y más adelante, los dos de cada sábado y los dos de cada domingo, siempre-siempre. Sólo alguna vez, entrados ya en declive los años setenta o a principios de los ochenta, consintió en escaparse de algún partido de consolación, esos que se jugaban a las cinco de la tarde de un domingo en que todos preferíamos, sobre todo los domingos, estar jugando en la playa y tomando priñaca y helados de nata y fresa con los tíos emigrantes en Madrid o Francia.
No se perdía la compostura porque se iba a ver buen fútbol y a saberse, siquiera durante un fin de semana, centro del mundo deportivo de toda España. Antes de la reconversión industrial que se llevó a aquellos hombres por delante (y es posible que el declive del Trofeo venga insoslayablemente parejo al declive de Astilleros), cuando todavía no existían las vacaciones, sino que se cogía el permiso (y el permiso los gaditanos de pro lo cogían en septiembre), el rito comenzaba visitando las copas expuestas en lo del Benito del Moral y terminaba cuando, con la chaqueta en la mano y la corbata algo suelta, mi padre y los hombres como mi padre llegaban a casa, henchidos del fútbol por el fútbol, porque ni siquiera importaba quién se llevara el Trofeo o quién perdiera a los penaltis tras las prórrogas, sino el gusto del espectáculo del deporte en sí mismo.
Si las mujeres llevaban con resignación volverse durante un par de días plato de segunda mesa, no lo comentaban siquiera: un ratito libre para ver la tele sin escuchar de fondo la radio siempre puesta, en cualquier caso. Claro que no siempre las mujeres comprendían todo el ritual, y a veces tenían la osadía de decidir casarse un fin de semana en que el Cádiz jugaba en casa o, para colmo, un día de Trofeo.
Eso le pasó a mi padre, pasó en mi casa. Uno de esos compromisos ineludibles, incongruentes en sí mismos: una boda un domingo por la mañana (antes la gente se casaba los domingos por la mañana, y ni siquiera en el juzgado, y ni siquiera en la Iglesia del Carmen), en Puerto Real. Y allá que fuimos toda la familia. Mi padre accedió, porque, como ya se ha dicho, alguna que otra vez, sobre todo cuando se fue haciendo mayor, se perdonaba a sí mismo el partido de consolación, quizás porque en el fondo era un clasicote y al principio del Trofeo el partido de consolación ni siquiera existía. Y en medio de la boda, entre canapé y copita de vino de Chiclana, después de que los novios partieran la tarta y las viejas empezaran a cuchichear y a poner a caldo el escote del vestidito de tal cuñada, mi padre empezó a sentirse mal.
Como ya nos había dado un par de sustos con la diabetes, tuvimos claro que se trataba de una subida de acetona o algo por el estilo. Y antes de que nos montara el numerito, contando con la colaboración de mi tío el taxista (que entonces ni era taxista ni nada, pero la reconversión lo tenía predestinado a eso), nos vinimos de vuelta para Cádiz, con mi padre sentadito delante, todas las ventanillas bajas, y él allí con la cara muy pálida, en las últimas, como siempre se ponía incluso cuando se resfriaba. Nos pilló caravana ya entonces, porque había gente que venía al fútbol a pesar del peaje, y hasta el puente se abrió para dejar paso a un barquito molesto, igualito que ahora.
Entre el aire fresco y la medio siestecita, mi padre se reanimó lo suficiente. Pasamos por el Estadio justo a tiempo. Y quién lo iba a decir, un ratito antes hecho polvo y fue pasar por allí y resucitar de golpe. Todavía no había empezado el partido de consolación. Ni que lo estuvieran esperando. Reanimado y feliz, mi padre le dijo a mi tío que lo dejara allí mismo, que se encontraba bien, que se iba a ver el partido.
Y el partido vio, sano ya como una pera. Así de importante llegó a ser, en tiempos, el Trofeo Carranza.
Comentarios (16)
Categorías: Creacion - relatos poemas historias