Estuve corto de reflejos el otro día, pero es lo que tiene contestar preguntas a bocajarro. Me llaman de La Voz para hacerme uno de esos cuestionarios intrascendentes con los que se rellenan huecos de columnas en los suplementos de verano. Ya saben ustedes, media docena de tópicos a los que uno pretende contestar sin media docena de lo mismo, sabiendo que al final vas a quedar como un poleá, de puro frívolo. Una de las preguntas era, naturalmente, qué era lo que menos me gusta del verano. No se me ocurrió nada inteligente que decir, lo reconozco, y creo que contesté que el ruido, que es verdad que no me gusta y es molesto en esta época, sobre todo por las noches, cuando todo imbécil imitador de Goofy lleva la discoteca incorporada en el coche.
Pero no, lo pienso ahora, lo que menos me gusta del verano es que no hay carteros.
Uno ha convertido sus aficiones y sus vicios en, precisamente, la espera de su llegada más que el disfrute mismo de su presencia, no sé si me explico. Lo mismo que los cómics que uno sigue (o no) son siempre más interesantes vistos en el catálogo de Mile High o de Previews, lo mismo que los avances de las películas son siempre (o casi siempre) más entretenidos y excitantes que las pelis mismas, la espera por el placer, confeso u oculto, siempre se siente como más interesante que el placer mismo. Lo decía Aute, más o menos: "No te desnudes todavía, espera un poco más". Sigo sin explicarme, creo.
Uno vive asomado a la ventana, en según qué momentos del año, esperando que aparezca el cartero con el montón de envíos que espera como Julieta enamorada. Que si el paquete mensual de cómics de allende los Atlánticos, que si los dividís en versión original enviados de la no-tan-pérfida ya Albión, que si el libro que te envían a toda pastilla para que lo traduzcas con la lengua fuera, que si el cheque que se retrasa, ya imaginan. Sólo llegan a tiempo, ay, las facturas.
Eso, en cualquier época del año. Llega el verano y luego se queja la gente de que los maestros no trabajamos. Ya. Pero es que en un colegio sin niños, oiga, poca faena se puede hacer, y da como muy mala impresión hablarle a unas paredes vacías y a unas mesas donde no se repantinga nadie. Llega el verano y parece como si borraran mi calle de las rutas de reparto de correo. Ni publicidad no deseada, ni facturas (o no tantas facturas) ni gaitas. Parece que me hubiera ido de vacaciones a un lugar ignoto e inexplorado, cubriendo mis huellas, para que no me localice nadie. Y estoy aquí, donde siempre, asomado a la ventana como siempre, intentando llevar la vida normal de cada día, con mi visita matutina a la playa y mi paseíto por las tardes. Pero nada. Como si hubiera caído en una zona crepuscular o me hubiera camuflado de nave klingon.
Hace ya cinco semanas que no recibo una puñetera carta. O, por lo menos, que no recibo las puñeteras cartas que estoy esperando, los envíos de libros, dividís y demás que, según anuncian, deben tardar más o menos una semana en llegar desde que los meten en el buzón allá en su punto de origen. Mi amigo el cartero (porque es buena gente, sí) se toma sus vacaciones estivales y, no sé por qué, quien lo sustituye debe llamarse Griffin de segundo apellido, o no sabe leer, o simplemente en la central de correos le acumulan las sacas, envidiosos ellos de sus vacaciones, para que se ponga al mes (o a los dos meses) cuando el buen hombre vuelva. Porque si no, no se explica. Es como si colgaran un cartelito: Cerrado por obras. Cerrado por vacaciones. Cerrado por incapacidad laboral transitoria. Cerrado por falta de personal cualificado que se conozca el callejero y reparta las cartas.
Cinco envíos, cinco, me vienen en teoría de camino: las películas Chaplin y Flesh and Blood, más tres libros monográficos dedicados al pequeño vagabundo. Eso, de Inglaterra. En envíos indidivuales que, ya digo, deberían tardar menos de una semana. El primero de ellos salió de allí el 18 de julio, tiempo más que suficiente para que me hubiera llegado y luego, con diferencia de días, los demás. Ni siquiera los puedo reclamar, porque sería una casualidad muy casual que se hubieran desviado los cinco, ¿no? Sé que estarán en algún rincón de la central de Correos (o de las centrales de Correos que pueda haber repartidas por el camino que va de allá para acá), y que tendré que esperar a que llegue septiembre para dar un toque y pedir que me atiendan. Otros dos envíos, o quizás tres, me vienen de los USA, pero con esos la inmediatez no es tan absoluta, y siempre hay una franja de tiempo más extensa.
Lo malo es que esta parálisis veraniega se extiende también a los servicios de mensajería. Me llamaron hace tres semanas de Ediciones B, para ver si les podía hacer una traducción a toda máquina, que dejara la que estoy haciendo (Olimpos, de Dan Simmons), porque este thriller corre más prisa. Me la enviaron por mensajería, o sea, que tendría que llegarme de un día para otro. Ok, les digo. Era martes: si estaba el miércoles, perfecto; cuidadín que el jueves no estaré en casa, pero el viernes ya sí, les comento. Decidle a los de mensajería que procuren que me llegue el miércoles o el viernes por la mañana, en todo caso. Al rato recibo un mensaje de la editorial: no hay problema, dicen que lo tienes mañana.
Quiá. Pasó el miércoles y no me llegó el libro. El jueves, como les dije, no estuve en casa, aunque alerté a la vecina por si llegaba el envío: no llegó. El viernes me quedé sin playa, esperando que me lo trajeran. Y por la tarde, a eso de las siete, cuando mi mujer sale a llevar a los niños al yoga (nos hemos vuelto muy modernos), abre casualmente el buzón y allí está el envío (el libro es pequeñito). El servicio de mensajería, o lo que fuera, ni siquiera se ha tomado la molestia de llamar al telefonillo ni subir a casa: han visto la puerta abierta a una hora determinada de este mismo viernes y ala, allá han dejado el paquetito. Menos mal que cabía por el buzón.
En fin, que los políticos cada vez se están menos callados en verano, lo cual es una lata, y los servicios que aseguran que la sociedad exista se paralizan cada vez más, como dejó bien claro Kevin Costner, lo cual es una pena. Qué hartura de veranos. No voy a caer en el error de decir que estoy lampando porque llegue septiembre de una vez (todavía me quedan lo menos doscientas páginas de mi nueva novela), pero sí que vuelva mi cartero de vacaciones, a ver si me reparten de una vez algo que me interese, aunque sean facturas, aunque sea propaganda.
Comentarios (21)
Categorías: