Eso era tener sangui, y lo demás son cuentos. Cagonlamar, con lo tranquilito que estaba él repompeao en el sofá, con la fresquita, que es como mejor se duerme en verano, la ventanita abierta y en calzoncillos blancos, y a las diez menos cuarto de la mañana, ala, allí estaba Miguelito Restrepo dando la murga: que te vengas con nosotros a la playa, Torre, joé, que mi mujer ha hecho unas tortillas de categoría, y unos pimientos fritos que están pa matarse, que ya lo tenemos to en el coche y nada más que nos faltas tú, venga, ponte el bañador y las chanclas.
Cualquiera le decía que no, con lo insistente que era el nota, y total, como no tenía na que hacer, y era verdad que las tortillas de la Maru estaban pa chuparse los deos, Torre se dejó convencer y venga, se puso el meyba, se lavó los dientes pa no dar el cante, y se metió como pudo en el seat panda de Miguelito, que debía ser el último seat panda que quedaba ya vivo, el día menos pensao venía Spilberg y le dedicaba una película. Ahí fue donde empezó la odisea.
Una de las cosas que Torre no entendía era la manía de la gente que vivía a dos pasos de la playa de irse a tomar el sol a la quinta puñeta, sobre todo los domingos, con lo poco que cuesta cruzar la calle, tumbarse en la arena, tomarte tu tintito de verano, darte tu chapuzón y volver por la tarde a ver el Tour y repompearte otra vez en el sofá, que es ese mueble que debieron inventar los gabachos pa disfrutar de las tardes y las noches y hasta las mañanitas de verano. Pero qué va, siempre había gente que ponía el mingo y le gustaba irse de safari en vez de a la playa, o como si fuera de safari, peor que Romualdo el de la chirigota, con todo a cuestas y al final pa ná, pa plantar la sombrilla en el Chato.
Si había sitio pa aparcar, que esa era otra. Un domingo, desde luego, no lo había. Si es que Miguelito Restrepo era como era, cónchiles, y él tendría que haberle puesto cualquier excusa, que tenía que ayudar al cura en misa de doce, por ejemplo. Pero nada, después de dar tres vueltas, y viendo que no había manera de dejar el coche, Miguelito Restrepo (o a su mujer, Torre había dado una cabezada, ajogaíto por el calor, porque no se podían bajar las ventanillas del seat panda no fuera a ser que el niño de Miguelito, Miguelín Junior, se resfriara), tuvo la feliz ocurrencia, de perdíos al río, de irse a pasar el dominguito al chalet de su cuñao en Chiclana.
A Torre empezó a picarle la ceja rota, como si fuera Spiderman, pero se calló la boca, por no quedarse en evidencia. Total, que a las tres menos cinco aparecieron por el chalete del cuñao de Miguelito, y mira, no se estuvo mal, con la piscinita esa de plástico y con pocas moscas, que era lo peor que llevaba Torre del verano en el campo. La tortilla y los pimientos fritos estaban de categoría, era verdad, y el tinto de verano, como no lo hacían con Casera sino con gaseosa de las más baratas, algo más churri. Allí pasaron la tarde, y a eso de las nueve de la noche, toma, el niño que tenía calentura, la criatura.
Apuntaba ya a ser digno heredero del sangui de su padre, Miguelín Junior. Po venga, tos pal seat panda, que estaba ya más caliente que las planchas del Sarai, y a ponerse en carretera y corriendo pa Cadi. Ya. Y una mierda. A la altura del cruce, la caravana. Y el niño venga a berrear, malito el pobre, con fiebre y todo.
Cuatro horas, cuatro, en caravana, que parecía que a todo el mundo le había dado por volverse de Chiclana a la misma hora, ni que en las teles estuvieran dando un partido de España. Y cuando por fin llega Torre a su casa, hogar dulce hogar, y se estaba lavando los pies en el bidé, por quitarse la arena del campo de entre los deos y las chanclas, din dong, que llaman al timbre. Otra vez Miguelito Restrepo, la mar de apurao el hombre, que les habían entrado a robar en casa, y que habían colocado una barrera, porque no podían entrar. Como Torre había sido boxeador en tiempos, aunque ya no se acordara, era todo el séptimo de caballería que tenían a mano. Viva la fuerza bruta. Pero nada, allí no había quien abriera la puerta, ni tocando la corneta. Y la luz de la macetilla que se apagaba cada dos minutos, qué cruz. Allí no parecía que hubiera chorizos apostaos, pero lo que sí quedaba claro era lo imposible de abrir la puerta.
Llamaron a un cerrajero de urgencia, y el hombre, que debía tener mil o dos mil años, apareció con su señora, que más parecida a la tía Norica no la había visto Torre en los días de su vida. Y el buen hombre, muy profesional y todo, les dijo que eso era del cierre de seguridad, que se había soltado la barra y que por eso la puerta no abría, que había que quitar la losa y cortar el hierro por abajo, y que a las horas que eran (la una y pico ya), que había que esperar hasta mañana por no montar una escandalera que despertara al barrio. No les quiso cobrar nada, menos mal, porque Miguelito Restrepo, en bañador todavía, no llevaba nada encima, y a Torre sólo le quedaban veinte euros con los que, el lunes, quería echar la primitiva.
Miguelín Junior estaba el pobre que le echabas dos huevos en la espalda y se freían. Menudo compromiso, la familia al completo en la macetilla, con cara de espanto, y Torre allí de pie, repitiendo los pimientos y la tortilla. Qué iba a hacer, sino decirles que podían pasar la noche en casa: él dormía en el sofá y ellos podían usar la cama grande, y el niño, joder, el niño se estaba poniendo más colorao que el del anuncio. Y Miguelito Restrepo sin la tarjeta de la seguridad social encima, que estaba al otro lado de la puerta.
Tuvieron que buscar una farmansia de guardia, y Torre puso los veinte euros. Dalsy, le recordó la mujer a Miguelito, que con eso seguro que se le baja la temperatura hasta mañana. Y dodotis, que ya sabes cómo caga cuando caga el niño.
En la farmansia de guardia había cola, marías en bata, guiris con insolación, una niñata buscando con urgencia un predictor. Mirusté, le dijo Miguelito al de la ventanilla, que parecía que iba a sacar un abono en el Carranza, dalsy pa la fiebre. Y dodotis. Y el farmacéutico, que debía estar de mala leche porque ya hay que tener malage y si no no se explica, le dijo que vale el dalsy, pero que los dodotis no, que eso no era una urgencia. Miguelito Restrepo a punto estuvo de echarse a llorar, qué más urgencias quieres, sentrañas mías, si estoy en bañador, sin un euro, y no puedo entrar en mi casa. Torre pensó en meter la mano por la ventanita y darle una tragantá al farmacéutico, pero entonces iba a liarla. Y en esas el farmacéutico dijo que iba a ser que no, que no cabía el paquetón de dodotis por la taquilla.
Po me abre la puerta, ome, dijo Miguelito. Y el farmacéutico que nanai, que estaba prohibido. Y al final, mientras la cola aumentaba y llegaba gente buscando remedios para la diarrea, pastillas para dormir, tapones para los oídos, un orinal pal abuelo y seda dental ultrafina, llegaron a la solución de compromiso de ir pasando uno a uno los dodotis por la ventanita, ni que fueran paquetitos de cocaína como los que se ven en las películas. Un numerito, a las dos de la madrugada, cada vez más gente en la cola y no veas la parsimonia del nota, que le dio por meter los dodotis en bolsitas de plástico para aliviar la situación y, aro, al final tampoco le cupieron por el hueco. Pa matarse, Miguelito de mi arma, qué sangui tiene, picha.
Al niño, eso sí, se le quitó en seguida la fiebre. Pero no cagó en toda la noche, la criaturita.
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Categorías: Historias de Torre