Normalmente, cuando los veo, me cruzo de acera. Y tengo aleccionados a mis hijos (sobre todo a Laura, que es más descaradilla) para que no los miren siquiera. Me refiero a esos borrachos solitarios que van dando tumbos por la noche, confundiendo la inclinación de las calles, a lo suyo y sin chillidos estentóreos, perdidos en la perturbación de su jumera. Tan distintos a todos esos berzotas tardoadolescentes que no comprenden una buena curda si no se desgañitan a las tres de la mañana, si no manchan de pato los zapatos de marca de sus colegas ni rompen farolas ni dan puñetazos a las puertas.
Hay borrachos con clase y muchas clases de borrachos, ya les digo. El chaval que se coge una melopea y pierde el control y da el numerito no es un borracho, es un papafrita. Pero ese hombre cincuentón que muy ufano engulle una copa tras otra y va a lo suyo, sin molestar, y hasta paga por adelantado por si acaso, tiene una clase especial que, como todo, se va perdiendo en estos tiempos que corren. Me sorprenden los borrachos. No creo que sea verdad que nadie beba para olvidar, porque cuanto más beben, los observo a veces, más se hunden en sus miserias. Y no, no confundamos estar beodo o ser un alcohólico con ponernos alegretes y coger el punto, que eso también es otra cosa.
Hay borrachos de barra de bache de tercera fila que beben impolutos, con la corbata puesta, y sólo cuando el traje chaqueta se les arruga y la corbata empieza a perder verticalidad saben ellos, y saben todos, que es el momento de volverse a casa. Hay borrachos que imitan a otros borrachos y beben don Simón de tetrabrik en las esquinas, sentados en el suelo ante un cartel con faltas de ortografía, rodeados de perros pulgosos que, así y todo, saben que con la compañía de ese despojo humano tienen más cariño y quizá más comida que si fueran solos por la vida. Y borrachos que lloran en silencio a partir de la quinta o la sexta copa y buscan como locos un hombro amigo donde contar sus penas.
Una vez, uno de esos borrachos me enterneció. Eduardo, me pareció entender que se llamaba, como el camarero que, a mi lado, le atendía. Ponme otra copita, dime cómo te llamas, le preguntó al camarero. Y el camarero le dijo que se llamaba Eduardo, y pareció que aquel borracho tenía una epifania. Todavía recuerdo su gesto, el movimiento del brazo de arriba a abajo, como si en aquella coincidencia se explicaran tantas cosas. Yo no soy un borracho, ¿sabes?, le dijo el Eduardo borracho al Eduardo que intentaba guardar la compostura. Es que hoy, ¿sabes?, es que precisamente hoy se ha muerto mi madre. Y aquí el que firma, que tiende a la emoción fácil y a convertir a cada persona que se cruza por la calle en protagonista de al menos un par de páginas de su particular Comedia Humana, se estremeció, y pagó la cuenta y se marchó rapidito a casa. Luego, muchos años después, volví a ver a Eduardo el borracho, casi vestido igual (el traje de chaqueta gris, la corbata negra ladeada, el paso vacilante y los ojos entrecerrados, porque parece que los borrachos ven mejor si no tienen los dos ojos completamente abiertos), y con una tajá como un piano de grande, y supe que o todavía no había superado el trauma o a que a su tocayo Eduardo, el camarero, le había contado una mentira o una excusa.
Anoche, sentado en una silla de enea delante del almacén que nunca cierra del barrio, en plena calle, un anciano viejo, con aspecto de patriarca gitano, vestido impoluto de blanco, tenía lleno hasta el filo un vaso de valdepeñas fresco. Lo ví allí sentado, con el brazo extendido, brindando a la luna, el gesto caballeroso que ya nadie estila, y se bebió su vasito con toda la tranquilidad que le da saber que, sí, la entiende aquel que la lleva, y que hay historias perdidas en las arrugas de todos los rostros y en los ojos opacos de todos aquellos que ha ido venciendo la vida.
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