La serpiente de este verano se enrosca en el cáliz de nuestro propio veneno. Ceder un poco de nuestra libertad a cambio de aumentar nuestra seguridad, nos cuentan. Uno no tiene claro, lo confiesa, que las medidas que ahora dicen que van a adoptarse sirvan para algo.
El día del atentado en Londres me pilló de viaje, precisamente en ese aeropuerto cercano que, no sólo el presidente de Horeca, esperamos todos que sea algún día “el aeropuerto soñado” (y donde no nos cueste más el taxi o la estancia en el parking que lo que valen los vuelos, que ésa es otra). La única medida de seguridad que detecté fue que, ahora, no sólo hay que desposeerse de monedas y teléfonos móviles, sino que también las hebillas de los cinturones pitan en los escáneres. A la vuelta, consumada la tragedia de mi querida ciudad londinense, compruebo que las medidas de otros aeropuertos parecen haber aumentado, por lo menos de cara a la galería: al pasar por el escáner me pitan, pasmo inmediato, los chicles que llevo en el bolsillo y el minúsculo broche metálico de la cartera. Al acceder al embarque, no basta con mostrar la tarjeta, sino el carnet de identidad o, en su defecto, el pasaporte.
Y ahí es donde me quedo un tanto turulato. Quien controla el acceso final al avión es una amable señorita, apurada porque tiene que hablar por el walkie-talkie, coordinarse con la tripulación, abrir la puerta, comprobar el ordenador, pasar las tarjetas por el lector y, en todo momento, mantener la calma y ser simpática. En el segundo de los trasbordos de vuelta, en medios del caos que es Barajas, con o sin huelgas encubiertas, como nos rumorean, nuestro avión trae diez o quince minutos de retraso, y las caras de quienes esperan son todo un poema. Cuando por fin se nos anuncia la puerta D-y-pico y procedemos al embarque, la fila está que echa humo. La cariacontecida señorita tiene que lidiar con niñitas maleducadas y madres más maleducadas todavía que se saltan, las dos, la cola improvisada; tiene que recoger la tarjeta, pasarla por el lector, comprobar el carnet de identidad, abrir los pasaportes uno a uno (a nadie se le ocurre mostrarlo ya abierto como si fuera un inspector del FBI y facilitarnos a todos la espera), buscar la hoja donde está la foto del viajero que puede tener hasta cuatro o cinco años de antigüedad… todo en tiempo record. En el fondo, advierto, lo que la pobre señorita está realizando son actos perentorios, sin ninguna validez, el rito por el rito. No le da tiempo de mirar la foto del pasajero, ni la de su acompañante, apurada como está (como estamos todos) por no sumar más minutos al retraso del embarque. Uno, que ha visto muchas películas, imagina que Bruce Willis teñido de rubio y con una pistola de PVC y dardos paralizantes puede ser cualquiera de nosotros, y si ha pasado los escáneres y otras medidas de seguridad invisible, no va a detectarse que lleva un pasaporte falso, trucado por cualquier perista de Marsella, al pasar por delante de una persona que ni está ni tiene por qué estar preparada para distinguir un fraude. Eso, en un aeropuerto, donde las medidas de seguridad son estrictas… cuando los ataques de los asesinos se producen en estaciones de metro y ferrocarril, en autobuses o en escuelas, donde no las hay o no son tan férreas.
Ojo que no estoy diciendo que me parezca mal aumentar todo lo que suponga la salvaguarda de la vida de los ciudadanos. Sólo me cuestiono si, de verdad, esas medidas sirven para algo y/o se encomiendan al personal capacitado. Convertir en sospechoso de terrorismo a la población de toda Europa (¿de todo el mundo?) nos acerca peligrosamente al Gran Hermano y a eso mismo que se quiere combatir: el fanatismo, la locura. La cita de Juvenal (“¿Quién nos guardará de nuestros guardianes”) es obligada. Cuando se nos inculca en buena lógica que no podemos juzgar a todas las etnias por la desviación de uno de sus individuos, ahora van y nos vuelven contra nosotros el cañón de nuestras propias armas de escucha. Con la cantidad de tonterías que nos decimos por los móviles, con los cientos de correos-basura que recibimos diariamente por Internet, con los galimatías incomprensibles con que se expresa la gente en los chats y los sms, el dolor de cabeza de cualquier espía y/o profesor de lengua española. Y, sobre todo, como si los terroristas no pudieran recurrir al viejo truco de cifrar los mensajes o retrotraerse a estrategias que ya eran viejas cuando no existía la tecnología moderna.
Si el hombre experimenta con ratones, es sabido, la naturaleza crea ratones más inteligentes. Esa es la cuestión. Hay que ir por delante de los asesinos, no siguiendo el guión que nos perjudica, siendo ellos quienes lo dictan.
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