Pasmado me quedé las otras noches. Eso me pasa por no leerme nunca la revistita del plus, pero es que la revistita del plus no la lee (ni la entiende) nadie (si hay algo peor que el mando del plus, es el maquetado de la revistita de marras). Llego a casa después de destrozarme los pinreles dando vueltas por el paseo marítimo, donde mi mujer y Laura arrasan con cuanto puesto de pendientes y tobilleras encuentran, para desespero mío y de Daniel, que nos conocemos ya todo el poyete de la playa y nos adelantamos cada cinco puestos mientras vamos esperándolas, y como hace calor y me duele la espalda y ando dándole vueltas a la novela que escribo, pongo la tele y zapeo.
Esto de las teles digitales tiene a su favor, sí, muchas cosas. Lo peor es que inducen al zapeo, porque tú enciendes una tele más normal (o más anormal, visto lo visto) y ves lo que están poniendo, y te quedas a ver qué pasa. Como en los canales digitales lo pasan y lo repiten todo, me da una jartá de coraje pillarme algo empezado, así que sigo haciendo zapping hasta que más o menos encuentro algo que esté empezando o que vaya a empezar, por ver si me atrae, que en verano atraer atrae todo poco.
A lo que iba: zapeo y me encuentro, cielos, como dice Aute, un coño en pantalla chica. No era Helga, no. Ni la peli equis de cada fin de semana, entre otras cosas porque zapeaba por los canales de cine-cine, y acababa de llegar al de cine español, una especie de puesta de largo del Cine de Barrio del amigo Parada, pero en veintimuchas horas al día. Ideal para reconciliarte con Curritos de la Cruz, Lalis Soldevillas y José Luises López Vázquez, he pensado siempre. Pues no, que va, aprovechando que es fin de semana, un coño en pantalla, y no un coño cualquiera, no, sino un coño como eran los coños antes. Le doy a la teclita de información y tengo una epifanía (de verdad) cuando veo que están emitiendo nada menos que La caliente niña Julieta, un bodrio de Iquino de la época del destape que ya viera yo en su día, y mi adolescencia, en el Cine Imperial que estaba en la esquina de mi casa. Quedaban diez o doce minutos de peli (creo que ni siquiera terminaron de pasarla entera, porque no hubo ni fin, ni musiquita de dabadá dabadá dabadaba dabadá de la época, y yo juraría que la peli terminaba con que la caliente niña Julieta ("Yulieta" que dicen en la peli) hacía autoestop y la recogía un dos caballos; o puede que así empiece la historia), y me quedé a ver el despropósito. Unas risas. Si les decía hace un par de artículos que la nostalgia es un error, también a veces es bueno volver la vista atrás y cachondearse uno un poquito de cómo fuimos, o de cómo pretendiéramos que fuésemos, que lo más probable es que también haya algo de eso.
Uno tenía ya muy olvidado ese cine que nos abrió las pajarillas y las braguetas desde la muerte del difunto hasta que más o menos la ley Miró se cargó el cine de género en este país y ya nadie reconoció que hacía cine malo, sino obras de arte a veces subvencionadas por la cara y casi siempre incomprendidas; o quizá a esas películas las mató el tiempo y la presencia (observen el sutil juego de palabras serratiano) de los videoclubes que en seguida pasaron de letra en el alfabeto y dejaron atrás la "S" de marras para llegar al final, a la "X", siempre dentro del cine "Z". Lo tenía olvidado (e imagino que asumido) y por eso me sorprendió la manera en que se ruedan esas escenas donde no se ve nada (decía Berlanga, creo, que si se ve claro es X y si no se ve es S, o algo por el estilo), donde las actrices son poco menos que adolescentes de cuerpos muy distintos a como son los cuerpos de ahora y donde abunda el pelo púbico (pero abunda en cantidad), y las marcas de los bikinis son grandísimas, las voces son de dicción nula o se notan dobladas clarísimamente (bien porque la actriz tenía una voz de pito que daban ganas de llorar, ni que salida de Cantando bajo la lluvia, como aquel pibón que actuaba, es un decir, en las pelis de Pajares y Esteso, Adriana Vega, o simplemente porque era italiana), y no, me temo que después de ver a las queens californianas en su salsa, no convencen las miraditas, ni los ojos entrecerrados, ni los movimientos de cabeza así para un lado y así para otro y morderse lánguidamente los nudillos de la mano derecha mientras con la izquierda se aprieta (pero poco) la cabeza del otro o de la otra para que siga, siga.
Las mentes lúcidas de aquella época nos decían que aquello que nos invadía, para escándalo de la sociedad como Dios manda, era un sarampión. Y un sarampión fue, en efecto. Uno recuerda todavía los cientos de cabeceras de revistas dedicadas todas a lo mismo, a enseñar potorro y las más de las veces sin arte ni gracia; y los tebeos italianos de Lucífera y Paco Pito y Hessa, y sobre todo a aquel puñado de muchachas de cuerpos turgentes que nos ponían a todos como motos y que alternaban (all pun intended) el Un, dos, tres... de Chicho Ibáñez Serrador con las camas, los jardines, las playas, las sierras, las piscinas, las mesas de billar de todas aquellas películas que se rodaban deprisa y corriendo y que había que soportar como leones (porque no existía el video ni, consecuentemente, el mando a distancia para pasar rápido) a la espera de que a la bella de turno se le cruzaran los cables y empezara el foki-foki, que a eso habíamos ido todos al cine, levantada la veda.
Uno recuerda con afecto a aquellas muchachas que aunque le enseñaran todo del sexo no le enseñaron nada, tan olvidadas que ni siquiera en Google tienen constancia, y muchas veces se pregunta qué fue de ellas, en qué quedaron las ilusiones de ser actriz o, mejor todavía, de ser artista, en qué accidente de tráfico se les quedó la movilidad, qué raya blanca les reventó en la cabeza, en qué bar de carretera sirven ahora, o qué millonario las ampara, o qué domador dicen que las maltrata, o, simplemente, en qué casa son amas de casa y dónde guardan el álbum de fotos de aquella gloria fugaz que pasó sin pena ni gloria por nuestras pantallas y nuestras almas. Tempus fugit, sí. Me gustaría saber qué fue de la ilusión equívoca de toda aquella carne despertada.
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