Lo dijo una de las grandes pensadoras de nuestro tiempo: “La vida es una caja de bombones; nunca se sabe lo que te vas a encontrar”. Es dudoso que, desde su dulce hogar en Alabama, la mamá de Forrest Gump conociera la playa Victoria, pero con nuestra playa principal sucede lo mismo que con los bombones de la señora. No hay dos días en que la playa esté igual, y si me apuran, la playa es capaz de cambiar de fisonomía y aspecto varias veces seguidas en un mismo día.
No sé si tiene algo que ver con las banderas que indican, por si no lo saben ustedes (que, a la vista salta, alguno no lo sabe) si la marea está o no apta para el baño, ondeando con sus tres colores de semáforo de toda la vida: verde, amarillo y rojo, pero cada mañana, cuando uno llega a la playa precisamente por su centro más o menos estratégico, a la altura del Hotel Ídem, y tras comprobar qué color avisa de lo que le espera, siempre le sorprende su aspecto, como si se encontrara cada día en un paraje distinto. Unas veces, la marea está llena y agobiante, con el personal hacinado y las sombrillas en asfixiante profusión; otras, está vacía y despejada, con puntitos a lo lejos que andan por la orilla y aspecto de postal victoriana (obviamente). Hay días en que se produce un charquito que crea jorobas en el agua, y se crean extraños efectos ópticos: estás vigilando a los niños y crees que por un momento se han despistado y están en agua tapá y de pronto ves que no, que están a la altura de las rodillas, como si toda la arena bajo sus pies tuviera las irregularidades de las placas de un diplodocus o una serpiente marina.
Hay días en que el viento azota y las sombrillas vuelan dando volteretas. Y hay días en que se sabe que dominan los foráneos en la playa porque las sombrillas se envuelven en sábanas de aspecto cutrón y se convierte todo, feamente, en una jaima de andar por casa. Hay momentos en que el silencio se impone al sonido del mar y el ping-pong-ping de los irresponsables que juegan donde no deben a las palas, de los vendedores que ofertan igual alfombras que papas fritas o pareados musicales en forma de lata de refresco, y todo parece apagarse, y por un momento uno no sabe si está dormido o está despierto y hasta le da la impresión de que puede sentir, siquiera brevemente, la tierra girar muy despacito mientras el sol te tuesta.
Hay horas fantasmas en que uno descubre, de pronto, que sus vecinos de playa han emigrado de manera subrepticia a sus hoteles y a sus casas. Suele coincidir con las dos de la tarde, ese momento misterioso que, no sé por qué, jamás anuncia la niña de los altavoces, curiosamente la hora más importante de todas, la que marca el relevo, cuando la playa deja de convertirse en punto de encuentro familiar para pasar a ser, en su mayor parte, playa juvenil y dominio de tatús, tangas y piercings (los jóvenes, por eso del trasnocheo, se pierden los placeres de la playa por la mañana). Y hay momentos de estupor, también más o menos a esa hora, cuando uno sale del penúltimo baño y descubre que, mientras se tiraba de cabeza o buceaba el tiempo que sabe contener la respiración (unos tres segundos) todo ha cambiado, como si hubieran descorrido un forillo o hubieran variado un decorado, y para volver con tu toalla y tu tumbona te tienes que guiar por los edificios de enfrente, que esos no se mueven, porque tus vecinos, sus sombrillas, sus bikinis y sus castillos de arena han desaparecido como por arte de magia y todo está vacío como una isla del Caribe a la espera del desembarco de una goleta pirata.
Hay una playa melosa que coincide con las horas de la tarde, tras el almuerzo. Y una playa romántica que se llena de olores a café casero y sonidos de bingos. Y una playa aún más tardía de vientos largos que invitan al paseo y el vuelo de cometas.
Hubo una vez una playa nocturna que incitaba al rasgueo de guitarras y a abrazos furtivos y la contemplación de las estrellas. Y una playa que se extiende en la madrugada y se acicala o la preparan para que esté lista al día siguiente, arregladita como para una boda, con huellas de palomas y gaviotas y ronroneo de máquinas capaces de regalar tras sus engranajes la sorpresa y el asombro de cada amanecer, cuando todavía no hay pisadas de bañistas ni clavadas de sombrillas que reclamen un dominio fugaz sobre su arena.
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