DRAGON
Un tintineo nervioso, aquel ding-ding-ding-ding urgente y en seguida la tierra se estremecía marcando el paso de una vaharada que ya no era de humo pero dejaba un rastro de aire caldeado, soñoliento en las tardes de verano, cuando la siesta, en los días en que todavía no existían la televisión ni el talgo. Eran trenes pequeños, de color de plata y faros delanteros que parecían gafas de infinitas dioptrías, gusanos de tres vagones flexibles que resbalaban por las vías durante una fracción de nada, bloqueando con su paso la vista del mar y la bahía al otro lado, antes de que enormes masas de edificios grises, prefabricados, cerraran un paisaje que hasta entonces sólo quedaba limitado por los hilos de hierro que trazaban la definición del mundo. El tiempo era el balcón, y desde aquella atalaya de barrotes verdes el niño aprendía a ser paciente y esperaba cada mediodía aquel otro sonido menos inquietante, la sirena que dejaba libres durante una tarde a los hombres del mono azul. Uno de aquellos trabajadores era su padre, y durante muchos años el niño recordaría los momentos anteriores al colegio, a las escuelas donde más tarde encadenaría buena parte de su futuro, el contacto frío de los barrotes contra la cabecita llena de rizos, las palabras que eran mitad inquietud mitad ensalmo, su advertencia para que el padre tuviera cuidado y llegara a salvo a casa: «Papá, que te coge el tren, que te coge el tren». El padre y los otros hombres del mono azul cruzaban ligero la vía, riendo ante el vozarrón infantil que los alertaba de un peligro que, en cualquier caso, ya había pasado o no creían que existiera.

El mundo eran los trenes, pero la fascinación no estaba allí abajo, sino en el cuarto, en los tacos de cartón y el juguete de cuerda. Los tacos formaban puentes y el trencito pasaba entre ellos, hasta que la cuerda se agotaba o el propio niño decidía descarrilarlo. Eran los primos de visita quienes corrían siempre al balcón, interrumpiendo los juegos para poner cara de tonto cada vez que un tren pasaba, a cada hora, entrando o saliendo de la ciudad con su puntual retraso. Para ellos eran un misterio, para el niño algo cotidiano. La magia estaba más allá de las vías, en la mancha celeste de la bahía de aguas planas, donde una vez cada trece o catorce meses su padre y los hombres como su padre entregaban al mar la ofrenda de un nuevo barco. Eran masas enormes de color rojo oscuro y negro, con gallardetes y un sinfín de barquichuelos como escolta, leviatanes que iban a transportar en sus panzas el petróleo que, el niño lo sabía, servía para formar la luz, de donde venía todo: los sonidos de la radio, el timbre de la casa, los grifos que abrían el agua y hasta aquella máquina nueva que había acabado ya, por desgracia, con las excursiones en busca de bloques de hielo. Los barcos asomaban al mar con cachaza perezosa, como elefantes que temieran dar sus primeros pasos, y siempre, desde las azoteas, las esposas y los hijos de aquellos hombres que habían armado con paciencia sus esqueletos contenían por unos segundos el aliento, temiendo que los monstruos metálicos se hundieran antes de asegurar su vida a flote. Nunca se hundió, en la botadura, ni uno solo, como tampoco llegó a descarrillar ningún tren delante de la casa. Cada barco traía una sorpresa, una paga y una lata de atún como regalo. El niño no entendía de dineros, y el atún pasaría a formar parte de sus recuerdos como el más exquisito de los manjares, quizá porque era gratis, quizás porque la lata era enorme, pero jamás hubo sorpresa mayor que la primera vez que un petrolero resbaló hasta la bahía y todos descubrieron alborozados que la proa no era lisa, sino que terminaba en una protuberancia roja, una nariz. Luego todos los barcos serían así, pero el barrio entero comentaría aquella circunstancia. El petrolero, además, se llamaba Amoco, con lo que el comentario hacia la nariz parecía inducir al chiste fácil. Salió en el no-do. Y muchos años más tarde se hundió, provocando una marea negra de la que nadie quiso hacerse responsable.

Todavía el mundo era desconocido y salvaje. A cada lado de la cicatriz que era la vía se intuía una selva de piedras y ramajes, un bosque pequeño como pequeña era la vida aún, sin árboles. Más allá, a la derecha, el Cementerio de los Ingleses compensaba ese detalle con sus abedules y sus sauces, y sus tumbas manchadas de mierda urgente y el jardín de vinagreras que todos los golfillos del barrio comían, a pesar de que sabían, porque las veían con asiduidad, que aquella zona era camino obligado de ratas de ojos de fuego y cola muy larga. El niño todavía era demasiado pequeño para internarse solo en aquel sucedáneo de selva africana, y pasarían muchos años antes de que el cementerio fuera reconvertido a parque, y los accidentes en la vía -que tampoco hubo tantos- se evitaran con la construcción de una pasarela tan parecida a los tacos de madera con los que jugaba en su cuarto. En ese mismo sitio, sería casualidad, el niño atinó a ver, un atardecer preadolescente, cómo un hombre se tiraba al paso del tren mientras él merendaba pan con chocolate.

El acceso a las vías quedaba impedido por un muro bajo que la erosión había llenado de agujeros por el que podía fácilmente descabalgarse quien tuviera prisa en cruzar al otro lado; todo el mundo, en realidad. Desde aquel parapeto, los niños lanzaban piedras a los trenes de paso, y los proyectiles rebotaban y silbaban como disparos de película. Que supieran, jamás llegaron a alcanzar a nadie. Otras veces, una puntilla o un trozo de metal, al paso veloz de la máquina, se convertían en una cuchilla lisa, un trocito de óxido aplastado adorado como un tesoro de sílex. Tres pisos más abajo del balcón el niño imaginaba la libertad. Es decir, las aventuras. En cualquier caso nunca habría de ser un pilluelo de los de pérdida y pelea, volcado más bien a los indios de plástico, los tebeos y los libros (y la tele, claro, cuando la tele vino), pero aquella zona de nadie a ambos lados de la vía se reciclaba, de cuando en cuando, en campo de batalla para bandas de niños que luego emigrarían al norte o invertirían en videoclubes los subsidios del paro. Veinte años más tarde, aquel mismo lugar sería testigo de las luchas callejeras entre la policía y los huelgistas de aquel mismo astillero donde no supieron agradecer la entrega de los hombres como su padre.

La línea maginot de la vía del tren parecía asomarse al final de la tierra misma, como si andando varios metros más allá de los montículos de maleza y tierra dejara de existir la ciudad, el planeta. Si la infancia era un escenario, las bambalinas se cerraban nada más cruzar la vía. Un tren eternamente varado vigilaba la salida hacia ese norte; un hombre de uniforme y paso lento desfilaba como un muñeco por la derecha y la izquierda. El guardaagujas. En la media lengua de trapo del vecino del niño, Manolito de Concha, era el guardabrujas. Y una bruja vieron todos, con embelesado espanto, una tarde en que una anciana detuvo una batalla de piedras y caminó, con paso trastabilleante, agitando los brazos como después vio el niño hacer a un anciano caballero galáctico, hasta desaparecer de la escena y dejar de su paso un agujero negro, una mancha imposible de distinguir al otro lado.

Los rumores corrieron al segundo por todo el barrio. Una bruja les había echado a todos una maldición gitana, y después se había vuelto invisible. Otros aseguraban que se había convertido en gato. La inmensa mayoría de los testigos (y había al menos veinte miembros en cada banda infantil) juraba que la bruja se había introducido en una cueva: todavía se veía la negra boca de entrada, imposible en la planicie familiar, tan estudiada por el niño desde lo alto. Alguien, el más valiente entre las bandas, decidió llamar a su hermano mayor, y con el pecho descubierto y un palo por arma aquel otro niño cruzó la vía y se acercó paso a paso al lugar donde la cueva podría hacerlo caer al fondo del mar, al centro de la tierra, a las garras mismas de la bruja que intentaba devorarlo. Toda la barriada era un suspiro: niños, madres, hermanas mayores, señoras que pasaban camino de misa o de la compra. Y el niño con el palo, a quien el futuro impediría continuar la tradición familiar de constructor de petroleros, fue caminando con andares de matador de toros hacia aquel sitio, donde la cueva dormida lo retaba a dejarse dar una dentellada. Cuando se volvió y se encogió de hombros, y cargó con el palo hasta ensartar lo que allí había, la realidad se suspendió, y fue como si un temblor de aire caliente cubriera como un efecto óptico lo que hasta un momento atrás habían tenido todos a la vista. No era una cueva, ni un gato, ni la boca de una anciana que se hubiera convertido en tierra, sino un bolso abandonado, vacío y abierto a su suerte de objeto confuso y mágico.

Aquello se convirtió para el niño en uno más de los bofetones crueles que asigna la infancia. Por una vez habría sido hermoso que el mundo fuera distinto, que no hubiera orden, que por encima de los susurros y los dobles sentidos del vocabulario adulto existiera además algo intangible, un marco que ni siquiera la sabiduría de los padres fuera capaz de explicar (porque a esa edad el niño creía en la omnisciencia de sus padres, pues omniscientes para sus dudas eran). Con todo, el misterio de la anciana no llegó a abandonarlos en mucho, mucho tiempo. El niño ya no sabía si había visto a la mujer desaparecer o si lo había imaginado, contagiado como todos los demás por aquel estallido de histeria emocionante; en realidad, ya ni sabía si estaba asomado al balcón en aquel momento o si se sumó al espectáculo cuando oyó voces y descubrió a aquel otro niño armado con el palo. Pero el tirón de que un mundo de magia existiera a pocos metros, entre los nidos de rata, las lavadoras abandonadas, los colchones masacrados y los cartones apilados en remedo de cabaña infantil era demasiado grande. Una tarde, cansados de gritar «Se venden tebeos» a las cuatro paredes de un patio dormido, alguien decidió hacer una visita a aquel mismo lugar donde había desaparecido la anciana, y sin comerlo ni beberlo, pero deseándolo, temiéndolo, el niño acompañó a otros niños más mayores en lo que prometía ser una aventura en toda regla. Si había un líder en la patrulla que cruzó la vía, emboscados para no ser vistos por las madres que pudieran salir a tender a los balcones a esa hora, sin duda esa era Conchi, la tía de Manolito, guapa y rubia y parecida a Marisol, jugadora de hockey sobre hierba, enamoradora de guateques, la primera niña del barrio en divorciarse. Algo mayor, bonita ya, inconsciente del destino de maridos perversos e hijas de padres diferentes, Conchi -que luego se haría llamar Inmaculada- los guió por entre los tablones, sobre las hierbas, ayudándolos a esquivar los vaivenes del terreno, los pasos infranqueables en aquellas murallas de follaje verde.

Ya no estaba el bolso abierto, ni rastro ninguno de que hubiera una cueva en aquel sitio. No la había habido nunca. Comprobar otra vez la estrecha realidad fue un adelanto, tal vez, de futuros desengaños amorosos, de fines del mundo que no se producirían aún, de apocalipsis que al menos habrían valido para variar un poco el tedio de los días, el gota a gota estructurado de la existencia. La aventura se terminó cuando no había empezado siquiera, porque aquel lugar no era una selva, ni un desfiladero que marcara el final del mundo, sino un campo quemado por el sol de verano, silencioso ahora que no pasaban trenes, un montón de tierra oscura, manchada de carbón y subdesarrollo.

Entonces lo vieron por primera vez de cerca. Abandonado, oscuro, oliendo a óxido y vapor, el esqueleto de un dragón de madera y hierro. Llevaba allí toda la vida, desde que el tiempo era tiempo, en la vía muerta, esperando una voz de arranque, o una orden para eliminarlo de una vez y para siempre: Gracias por los servicios prestados, hasta nunca, ahora vendrá otra máquina más moderna que hará en la mitad de tiempo y a una cuarta parte del coste el trabajo que tú hiciste hasta anteayer; más o menos lo mismo que habría de pasarles veinte años después a los constructores de barcos, sólo que a ellos nadie les dio las gracias, ni vino nadie más joven a continuar su trabajo, porque el trabajo dejó de estar presente.

Las ruedas eran de hierro rojo, duras y calientes, como botones de un capote de guerrero. Las tablas estaban secas, olían a vaca y a polvo, a uso en declive, a campo y a esfuerzo. Conchi los ayudó a subir uno a uno, y el vagón descubierto se convirtió de pronto en un campo de juegos. Fue como si cabalgaran todos en el lomo del dragón, que continuó dormido y domado, o tal vez muerto. No duraron mucho tiempo. Alguien dio un grito, «¡El guardabrujas, el guardabrujas!», y antes de que la sombra se acercara ya habían saltado todos del vagón, perdiéndose de vuelta hacia el otro lado de la vía. El único que no pudo escapar fue el niño. Menudo de cuerpo, cobarde incluso, la distancia entre el suelo y el vagón era demasiado para sus pies pequeños. Aterrado, solo, vencido por su propia limitación, fueron dos minutos que se le hicieron eternos, encerrado para siempre en un vagón que no había andado nunca, pero que podía arrancar, quién lo sabía, de un momento a otro. Recordó a la bruja desaparecida, vio que al otro lado de la frontera, en el tercer piso, su madre tendía una sábana con centelleo blanco, y únicamente fue capaz de descargar su odio contra Conchi, contra Manolito su sobrino, contra todos los que lo habían dejado allí abandonado, en el vientre del dragón, a merced de la justicia del guardabrujas, que se acercaba.

El uniforme de ferroviario se daba cierto aire al de la guardia civil, y con el tiempo el niño hasta sería capaz de fabular que el guardabrujas llevaba una escopeta al hombro. Pómulos de campesino, tez de trigo quemado al sol, los ojos claros, esa edad indefinible que tienen los hombres mayores cuando uno es muy pequeño y no tiene más referente que la altura para hacer un cálculo. Entre sollozos, avergonzado, el niño explicó que lo habían dejado allí abandonado, que no podía saltar porque le daba miedo, que no estaba haciendo nada, que sólo quería volver a su madre y a su casa, que tenía cuatro años. El guardabrujas lo cogió en brazos, lo bajó del vagón, y con mucho cuidado y hasta con ternura, recordando quizás los hijos que no tenía o que había dejado en el pueblo, condujo al niño de vuelta al otro lado de la vía, enseñándole tres o cuatro cosas que habrían de marcar, sin duda, su futuro. No está bien meterse en líos por buscar una aventura; hay que cruzar la vía por el sitio indicado, no a tontas y a locas; nunca juegues con niños mayores que tú, porque te olvidan, y recuerda que yo soy el guardaagujas, el guardaagujas, solamente. El niño se secó las lágrimas y, una vez al otro lado, descubrió a sus amigos asomados a la esquina, aterrados como él, más que nadie la juvenil Conchi. «El guardaagujas es bueno, no hace nada», explicó el niño, aprendida la lección, convertido en un héroe a pesar de su fracaso físico. «Y no guarda ninguna bruja, Manolito. Lo que hace es cambiar las agujas de las vías para que pasen los trenes». Quizá a partir de ese día el niño se ganó fama de listo.

El tren varado continuó allí todavía mucho tiempo, años o meses, hasta que una noche una máquina moderna vino a remolcarlo. Amaneció y el niño vio que ya no estaba, y fue como si con el viejo tren abandonado se hubiera marchado parte de su secreto. Nunca volvió a ver al guardaagujas, que desapareció como la anciana que sólo dejó su bolso como rastro, sustituido también por un controlador mecánico. En las noches de silencio, entre los trenes que pasaban mudos y los otros trenes que despertaban al barrio, el niño solía imaginar que el tren varado era en efecto un dragón dormido que una tarde levantó el vuelo.

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Comentarios

1
De: Javi Gala Fecha: 2005-07-16 13:10

Muy bueno Rafa. Me ha gustado mucho. El dragón-tren me recuerda a una peli de mi infancia, no recuerdo como se llamaba, en la que había un supuesto monstruo en un lago y al final era una grúa-draga que estaba sumergida.



2
De: Fakemon Fecha: 2005-07-16 13:55

¡Plagiario, plagiario! Capítulo 7 de Watchmen: "Hermano de dragones". xD



3
De: Alfred Fecha: 2005-07-21 03:04

Cuando la botadura del pretolero
dieron un pollo en los Astilleros
y les voy a contar lo que me dijeron
que había hecho un fulano que es pañolero:
como en su casa, si lo reparte, se forma un lío,
se comió todo el pollo y a cada niño le echó un vahío.

Cuplé de Paco Alba para su comparsa de 1964 "Los Fígaros".

Un saludo.

P.D.: El relato, por cierto, muy bueno, sí señor.



4
De: INX Fecha: 2005-07-21 11:48

Muy tierno, muy nostálgico...
Me ha recordado a
"Cuenta conmigo", sobre todo en el estilo...me ha gustado mucho ;)



5
De: Isabella Inghirami Fecha: 2005-07-25 11:49

(Espero que no le importe, no he podido evitarlo)

La línea maginot de la vía del tren asomada al final de la tierra misma.
La magia estaba más allá del Cementerio de los Ingleses.
La magia estaba más allá de las vías,
en la mancha celeste de la bahía de aguas planas,
donde su padre y los hombres como su padre entregaban al mar
la ofrenda de un nuevo barco.

Varios metros más allá de los montículos de maleza y tierra
todo dejaba de existir: como la anciana que sólo dejó su bolso como rastro.

Ding ding ding ding
se estremecía la tierra al paso del dragón de hierro y madera,
y el guardagujas
(que llegó a guardabrujas por el abracadabra de algún «lengua de trapo»)
enhebraba despacio la vaharada gris humo
y así, mar y bahía, a puntaditas chicas se hilvanaban al cielo.

El tiempo era el balcón. Y el niño aprendió a ser paciente.
Geranios; y alegrías y penas, y quizá mucha hambre
florecieron en aquella atalaya de barrotes verdes.

El tiempo era el balcón.



6
De: RM Fecha: 2005-07-25 12:04

Ah, muy bonito, gracias. Aunque, en los años sesenta (que es cuando se sitúa este relato verídico) ya no pasamos hambre.



7
De: Isabella Inghirami Fecha: 2005-07-25 21:29

Mejor así. Mucho mejor.