Y allí estaba Torre, con su meybita nuevo y sus gafas de sol que le habían costado tres lerus después de regatearle un rato a Mohamed, por el cachondeo más bien, morsegando a las pibitas y con sus dos cruzcampos ya en el cuerpo. Eso sí, sin alcohol, que después había que sudarlo y no quería que volvieran a decirle que se le iba a quedar la cintura como el flotador del anuncio de la niña del Coppertone. Gloria bendita, la playa un miércoles, tan diferente de los domingos, que no había quien diera un paso, y de los lunes, que con eso de que las maris se iban al Piojito a veces daba la impresión de que había caído una bomba atómica en Rota, Dios no lo quiera, y se había llevado a tol mundo por delante: solano solano, hasta miedo daba. De lujo, estaba él, pensando en tomarse una cervecita más allí en el chiringuito y dudando si darse un paseíto hasta el castillo o hasta Santa María del Mar, que le habían dicho que por allí este año el ganao tenía su miga, cuando de pronto, joé, el mogollón, to la gente corriendo de aquí pallá, los niños gritando, las abuelas de estampida con los vestidos de flores de tela finita, que parece que las pobres van de uniforme todas. Una cosa exagerá, como si estuviera de gira, no sé, David Bisbal haciendo katas de karate y firmando autógrafos, o Michael Jackson con los guardaespaldas y la carita de niño bueno. Pero ni uno ni otro, qué va, peor todavía, la alcaldesa y su séquito repartiendo cucuruchos azules de plástico para los fumadores, que ni uno los usaba para echar las colillas, el tesoro de todos los chavales para hacer castillos en la arena.
Y mientras todos corrían pa un lado siguiendo la cabeza rubísima de doña Teo, ni que estuviera regalando entradas para pisos de protección oficial, Torre lo vio, corriendo pal otro lao, esmorecío, acojonao, un chavalito de un par de añillos perdío como sólo se pierden los niños en la playa. Fue rápido de reflejos y paró al crío antes de que batiera el record de los cien metros lisos, porque iba a carajo sacao aunque no tuviera la picha fuera, cosa que es de agradecer porque hay que ver la tranca que se gastan algunos niños chicos en la playa, que acomplejaban al más pintao, y eso que Torre jamás había tenido motivo de queja.
Torre nunca había tenido hijos, que él supiera, ni ganas, pero tenía esa cosa que tiene alguna gente, que le habla a los niños como si fueran personas y no tontitos del haba. Y mientras el crío seguía llorando le fue preguntando dónde estaba mamá, de qué color era la sombrilla, cómo se llamaba, y el niño llora que llora, pero agarrado a su mano, que como hiciera más presión se la iba a romper, de pura fuerza. Y allí se quedaron los dos, de pie en la orillita, mientras el séquito repartidor de cucuruchos azules se perdía rumbo a Cortadura y nadie venía a recoger al niño. Total, que Torre hizo lo que tenía que hacer desde el principio, aro, cogió al chiquillo en brazos y lo llevó al locutorio, pa que dieran el aviso por la correspondiente megafonía.
Y dicho y hecho, mirusté, que pa mí que se ha perdío, y el guardia intentó cogerle al niño y ni de coña, el niño que no se soltaba del cuello de Torre, mientras lo seguía poniendo todo perdido de babas y de mocos. Y ni nombre ni apellidos ni ná, cualquiera sabe cómo se llamaba el angelito. Po del tirón, al micro, con la voz mecánica de toda la vida de Dios, aunque era imposible que la locutora fuera la misma desde el verano de 1973, que era el primer verano que Torre recordaba, aunque la voz sonaba igualita-igualita: Se encuentra en nuestro locutorio un pequeño de unos dos años de edad, viste bañador azul a rayas con un descosido en la costura izquierda, rogamos a sus familiares pasen a recogerlo. Ya está, le dijo el queu, en diez minutos están los padres aquí llorando.
Y pasaron los diez minutos. Y pasaron veinte minutos. Y pasó media hora. Y allí nadie venía a recoger al niño, que seguía con el berrinche llorón y hasta empezaba de puro nervio a darle mordisquitos a Torre en el cuello, ni que fuera un vampiro chico, si ya sabía él que tantas películas del Wesley Snipes y del Kinurívs en el cine de verano de aquí al ladito iban a traer cola. Y oiga, llame usté otra vez, que lo mismo los padres estaban en el agua y les juro que desde allí dentro no se escucha un caneco. Y otra vez la cantinela, ni que estuviera pre-grabada; se encuentra en nuestro locutorio...
A la tercera vez que llamaron, cuando a Torre se le estaban empezando a dormir los brazos, se estaba meando ya por efecto de las dos cervecitas sin alcohol y porque el meyba nuevo no secaba tan rápido como el de toda la vida, y hasta se le estaba apeteciendo ya una tapita de sangre en tomate como las que ponía Andrés en el Bar Cristo, que lo mismo el niño lo había vampirizado y todo, apareció un sofoco con monokini y obuses del treinta, ofuscadísima la señora madre, mi niño, mi niño, y se lo quitó de encima y se lo comió a besos, como no podía ser de otra forma.
Torre fue a mirar a ver si la buena señora usaba sonotone o algo, del rato tan largo que había pasado desde la señal de alarma al rescate provisional, pero qué va, lo que tenía en las manos eran dos cucuruchos azules con el escudo del ayuntamiento. O sea, que mientras Torre le sostenía al chavalín la señora se había ido de romería.
Ni las gracias le dieron, con los nervios. Se largaron a toda leche a estrenar el juguete y Torre se quedó con la duda de cómo se llamaba al crío, que le había acabado por coger cariño y to, y lo único que esperaba era que, el día de mañana, el chavalín fuera médico y tuviera la oportunidad de devolverle el favor y salvarle la vida en una operación de esas complicadas que en las películas nunca se entiende nada. Pero vamos, que tampoco hacía falta.
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