En el barrio todos pensábamos que estaba loca. Supongo que en todas partes habrá gente igual, mendigos demasiado sonados para darse cuenta de que apestan a medio kilómetro, locos inofensivos que se extasian con el vuelo de los aviones y luego matan a pedradas a los jilgueros, viejas de muchas mangas y velos de moaré que arrastran carritos de la compra repletos de cartones viejos, como si fueran caracoles humanos que llevaran a remolque su casa de paredes blandas. Hay locos pintorescos y locos peligrosos, chalados que radian partidos de fútbol a voz en grito por las calles desiertas, molestando al personal cuando la siesta o explotando los globos a los niños en los parques, viejos falangistas que marcan el compás con el palo de una fregona y tararean marciales soldadito español trabucando la letra, y apasionados dementes que se aman a deshora en los rincones y las casapuertas, ajenos a las arrugas de sus cuerpos y al asco que sus babas puedan causar entre nosotros, la sociedad bien pensante. Debe ser cosa del tiempo, pero Cádiz está lleno de gente de ese estilo. Nombres como Marchena Picuíto, Gregorio Cogecartones, Carlos el Legionario, María Sin Tetas, El Troy o su madre no les dirán nada a ustedes, pero existen, si entendemos por existir que están ahí, y son ese bulto negro a esquivar por las aceras.
Todos pensábamos que aquella mujer estaba loca porque vivía sola. Una mujer entrada en años, pensionista quizás, o simplemente solterona. De paso rápido y fugaz, y habla muy queda. De toda la vida, cuando los niños del barrio jugábamos al balón y nuestros tiros a puerta resonaban en las paredes de las casas, la veíamos pasar, con su ropa siempre gris y sus zapatillas flojas. Pensábamos ya que estaba loca y en ocasiones ni siquiera nos parábamos a dejarle paso: recuerdo que una vez, por su culpa, fallé un penalty.
Los niños de la calle no sabíamos entonces ni siquiera su nombre, pero sí que vivía en mi misma escalera, dos pisos por debajo de la casa de mis padres que ahora es la mía, a mano izquierda. No daba la lata, nunca era de esas que te piden una tacita de azúcar y de paso el café y acababa volviéndose al portón con medio desayuno y los avíos del puchero solucionados hasta el día siguiente, ni de aquellas otras que, dueñas de campitos cortijeros en Conil o por Chiclana, se te colaban a la hora de Jim West o Espacio 1999 con una bandeja de damascos de su cosecha y obligaba a tu madre a comprarlos. Ella iba a lo suyo. Salía a misa de ocho todas las tardes y a las once de la mañana los domingos y fiestas de guardar. Debió ser muy devota, pero cuando don Camilo el párroco se murió (o se salió de cura, no quedó nunca muy claro para mi mente infantil ya poco dada a zarandajas místicas), algo le debió pasar con el coadjutor más joven, un tal don Fausto que, ese sí, se salió para casarse y fundar familia numerosa, porque no apareció más por la parroquia.
Ella fue tirando y sobrevivió sola durante un montón de años. No tenía perros, ni gatos, ni un triste canario que asomar a la ventana y amaestrar con mimo, quizás porque tosía mucho y, según he deducido luego, tras estudiar medicina, debía ser alérgica al pelo de los bichos. Es de agradecer que, loca y todo, no fuera de las que amontonan kilos y kilos de basura o tienen apiolado bajo el somier a un amante italiano, de esos que hacen escala con el Americo Vespuccio cada verano.
Toda la vida sola, soltera o viuda o repudiada o simplemente tocada del ala, y vino a descubrir la quinta maravilla del mundo cuando vio a una niña del barrio jugando con su Birdie. Fue la primera vez que la vieron pararse y atender al juego de la niña y el muñeco, ya saben, uno de esos bichejos inteligentes que a mí me recuerdan a los gremlims de la película, unos robotitos inmóviles de ojos enormes y orejas articuladas, que según consta en la publicidad son todos distintos (como si costara tanto trabajo hacer permutaciones de pelajes, ojos, pestañas y lenguas) y que están programados con un chip que les permite aprender. Los juguetes de hoy en día: no sé yo si, de ser niño ahora, los querría tanto como quise en su momento a todos los soldados del mundo de Comansi.
Son un juguete caro, mucho más que las muñecas repollo que se pusieron de moda cuando yo dejé a mi primera novia. A mí no me parecen más que un pisapapeles con forma de osito sin manos ni patas, pero causan furor en las tiendas de juguetes, una especie de tamagochi en tres dimensiones y con cuerpo y sin alma al que hay que atender porque el pobrecito se siente solo si no eres capaz, digamos, de darle de comer, leerle el Quijote antes de dormir, hacerle cosquillitas en la espalda o, con una palmada, enseñarle a eructar, pedir permiso para hacer los deberes o que te jure y te rejure que tiene sueño y te quiere con todas sus ganas.
Supimos que la loca del barrio se había agenciado un Birdie cuando la vimos salir con él a la compra. Al principio mis hijos pensaron que era un hamster, pero yo sabía que no, porque era alérgica. Y luego la vieron sentada en la parada del autobús, con el Birdie sobre el regazo, y le hablaba como nadie la había visto hablar antes, como si tuviera de verdad una criatura viva y no un muñeco que funcionaba a pilas con tecnología japonesa. Una palmada, plas, y el bicho aleteaba las orejas y parecía muy atento. Otra palmada, plas, y el bicho se contoneaba, bailando un rap interno que lo mismo, sí, tenía algo de gracia. Una caricia y el bicho ronroneaba. Una cosquillita en la barriga y te decía que le gustaba mucho. Mi hija tiene uno (lo tenía, bueno, que acabamos por quitarle la pila, porque nos despertaba a media noche diciendo que tenía hambre), y es verdad que al principio son novedad. Tienen hasta un vocabulario propio, pero no fui capaz de aprendérmelo, y al nuestro en concreto (se llamaba Mumu) sólo fuimos capaces de enseñarle a tirarse pedos y a sacar la lengua.
La loca del Birdie, así nos dio entonces por llamarla en el barrio, cuando antes había sido solamente una loca sin apellidos ni características especiales. Lo cuidaba como si fuera un hijo de verdad, le ponía bufandas de colores y lo peinaba con tirabuzones o le hacía mechas, se lo llevaba a la floristería, al almacén de la esquina, al banco cuando tenía que cobrar los días cinco de cada mes, a las reuniones del club social en el que, por lo demás, jamás participaba y a la playa a darse sus paseítos al relente de verano. Una manía inofensiva, ya digo. Otros amontonan sellos, o cachorros de gato, o apadrinan niños del tercer mundo como si con eso compraran acciones del cielo.
Ella de pronto descubrió que la pasión de su vida era su Birdie. Y como se enteró de que los bichejos están programados para hablar entre sí, y como lo mismo pensó que el animalillo falso estaría tan solo como toda la vida había estado ella, aprovechó la paga del dieciocho de julio (aunque ya no sea de esa fecha, ciertos atavismos se conservan) y le compró a su Birdie un compañero. Por su cumpleaños, se regaló un tercero. En Navidad Papá Noel le trajo el cuarto. Y los Reyes Magos, celosos, para no ser menos, el quinto y el sexto.
Daba risa y pena ver a aquella mujer, una anciana ya, arrastrando los pies por los adoquines del barrio, escoltada siempre por la media docena de bichejos repeinados que llevaba en el bolso. Iba a pagar las chuletas a Juanito el carnicero y el gesto de echar mano al dinero era acompañado por un cascabeleo de risas: los Birdie meneando alborozados las orejas. Compraba el Diario y estaba repasando las esquelas y los Birdies canturreaban una marcha procesional, y se peleaban entre sí pero de mentira, y se comunicaban palabras falsas en su idioma de pega. De noche, por encima de los disparos de la película de acción de Antena 3 o los aplausos histéricos de los concursantes de algún programa basura de Telecinco, se oía a la mujer charlar con los Birdies, y el murmullo escolar de los robotitos asintiendo y repitiendo, misa miedo, misa sueño, misa te quiero mucho, misa aburrido.
Supongo que en pilas debía pulirse al mes la mitad de la paga o más, porque los Birdies no usan litio, y por muy parientes que pudieran ser del conejito de Duracell, gastaban lo suyo. Alguna que otra vez, en el silencio de la noche, se les escuchaba roncar, o preguntarse la tabla de multiplicar unos a otros, o explicarse que estaban aburridos o cantarse una nana para coger el sueño. Era molesto, pero tampoco algo que no pudiera soportarse: peores eran los martillazos del vecino de arriba, aquel manitas chapucero aficionado al bricolaje. Sin embargo, confieso que alguna vez llegué a temer que la loca les diera de comer después de la medianoche.
Un sábado por la mañana el capitán de los bomberos llamó a mi puerta. No, no era carnaval, y les juro que no es agradable abrir el portón y encontrarte de pronto a un señor con un traje ignífugo y empuñando un hacha. Se explicó con acento gallego que me costó entender, quizás porque era primo segundo del dueño del freidor de San José, y ni corto ni perezoso de pronto entraron en tromba en casa, para sofoco de mi esposa que no había pasado el mocho la noche anterior y alborozo de mis críos, que ni pusieron el Pequeprix para distraerse el desayuno, colocaron en mi balcón una escala, una cuerda, no sé cuántos arneses de seguridad, y allá que hicieron rafting, o como se diga, y se descolgaron hasta la casa de la loca. Me temí lo peor: que hubiera secuestrado a algún niño, que le hubiera dado por colgarse de una viga, que de verdad los Birdies fueran como los monstruos de las películas y se la hubieran cenado después de media noche, y bajaba las escaleras, estrenando la bata que me regaló mi suegra, cuando me crucé con los chicos del 061, el servicio de urgencias. Yo conocía a uno de ellos, Manolito Péculo, el de los chistes del Diario, alto como Frankenstein aunque en carnaval hubiera salido vestido de momia, y fue él quien me contó, mientras preparaba la camilla, que habían recibido una llamada telefónica avisando de que la vecina estaba muy enferma.
Entraron en la casa después de que el capitán de los bomberos, tacaño a la hora de utilizar el hacha, descorriera desde dentro los tres cerrojos y nos abriera la puerta. La loca estaba allí, tirada boca abajo en la cama, vestida todavía, la mirada perdida y un hilillo de baba azul conectando sus labios con la almohada. Manolito Péculo, todo un profesional, le dio la vuelta, le tomó el pulso, y el médico que era su jefe diagnosticó en seguida que aquello tenía todas las trazas de ser un infarto, y que como no la llevaran corriendo a la uci movil de esa no escapaba.
La quitaron de allí enmedio con una precisión matemática, una acción conjunta de bomberos y servicio de urgencias, moviéndose a toda leche y tan habilidosos que esquivaron a mi vecino el ruidoso, que subía con un papelón de churros, y al adolescente heavy del sexto derecha, que se recogía temprano hoy (eran nada más que las once y media). La loca tuvo suerte, esa es la verdad. La llevaron corriendo a la residencia, la conectaron a un montón de cables, y sobrevivió y le dieron el alta dos semanas y media más tarde.
Desde entonces, he prohibido a mis hijos que se refieran a ella como «la loca», y la verdad es que no sé si el apelativo me lo tendría que aplicar yo. Verán, no sé si me explico. La mujer vivía sola en su casa. La puerta estaba cerrada por dentro, con tres cerrojos nada menos: por eso el capitán de los bomberos tuvo que llamar a mi casa (no vive nadie en el piso intermedio). Y el 061 insistía en que habían recibido una llamada de socorro, una voz infantil avisando que la mujer estaba enferma y no reaccionaba.
Sé que no puede ser verdad. Que son muñecos solamente, robots rudimentarios de primera generación, muñequitos sin sentimientos y sin alma. Pero por si acaso he rescatado del baúl del altillo el Birdie de mi hija, y le he puesto una pila nueva, y ahora todas las noches le leo un capítulo del Quijote, y no me enfado ni nada cuando, de madrugada, me despierta para pedirme agua.
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