Listo, allí estaba el tío, preparado como en el desembarco de Normandía, pero sin más cañones que los que asomaban como pa dar susto a nadie desde las Puertas de Tierra. Que parecía mentira que viviendo a un salto de la playa (bueno, a un salto grande y de los que dan algo de canguelo, o sea, volando como una bruja sobre la tapia del cementerio), entre una cosa y otra, que si el levante que si el poniente, a las alturas del año que estaban y Torre no había pisado la playa más que un dominguito de esos que amaneció bueno y, lo natural, acabó pasando más frío que en febrero y con los pies helados; el relente es lo que tiene, y el coraje que daba tener que reconocer que se estaba haciendo viejo y ya no podía jugar con según qué cosas. Luego, que si el Cadi jugaba en casa, o que jugaba fuera, y sobre todo la mojá que se pilló la madrugada del sábado allí mismo en las Puertas, en el estanque, bajo los cañones, rodeado de chavalería amarilla y cohetes de humo colorao, y que pasó lo que tenía que pasar: po que se pilló el resfriado tonto que no se esperaba, aunque hacía una nochecita de las de quedarse en casa y pedir una pizza familiar por correo exprés, doble de queso y sin cebolla.
Lo primero-primero, antes de ir a la playa, era probarse el meyba. Lo rescató del tercer cajón de la derecha, donde lo había arrumbiado el treinta de septiembre del año pasao. Olía a guardado, pero qué más daba si dentro de un ratito iba a oler a salitre, gloria bendita. Lo malo, claro, es que se le veía un poquito antiguo, o eso se le metió entre ceja y ceja. Ya el año pasado le daba la impresión de que las chavalas se le cachondeaban, porque había perdido el color y porque el cordón de amarrárselo allí debajo del ombliguillo despeluchaba más que un perrito piloto. Joé, que tenía guasa comprarse una ropa pa mojarla to los días, pero tampoco era plan de salir en los diarios cuando alguien se diera cuenta de que tenía un bañador que era calcao al que sacó Fraga cuando lo de la bomba atómica. Total, que cruzó la calle, se fue a ver a Luis, que ahora estaba enfrente de casa, y se compró un bañador nuevo, ni largo ni corto, ni demasiado cantoso ni demasiado estrechito, que tampoco era cuestión de ir marcando paquetón como si fuera un Titi de Cadi, que ya sabía cómo se las gastaba para esas cosas el Selu, y lo que le faltaba era que un día sacara una chirigota con él mismo como tipo. Lo primero que hizo cuando llegó a casa, que tonto no era, fue cortarle con unas tijeras la gomita del braguerillo, para que no incordiara, que hay que ver la mala idea que tuvo, o la poca idea, el señor que inventó los bañadores de hombres, que no hay uno que no te torture a poco que des dos pasos. Y si es mojao, ni te cuento. Había gente que en vez de en la Victoria parecía que estaba en Almería; rodando una película de combois de a pejeta mismamente.
Buscó una camiseta fresquita. Lo suyo era ponerse la amarilla con el 11 en la espalda, pa ronear de equipo ante las turistas, pero lo cierto era que to quisqui iba hoy día del mismo color, que parecía que regalaban el tinte o se había vuelto to Cadi daltónico por aquello de seguir la misma tónica, y con el cachondeo del sábado en la fuente había pegao dos cambayás, se había rozado con el fondo del estanque, que por lo visto todavía tenía allí abajo toda la caca de cuando había patos y era alcalde don Emilio, si no de antes, y ahora la camiseta, más que del Cadi, parecía que era de la selección de Brasil, porque tenía dos rayas verdes de moho que no se quitaban ni con lejía. Lo que le faltaba a él ya, ir de Ronaldinha sin globos, tehquí ya. Po güeno, cualquier otra camiseta. La de lo siento picha, esa iba a ser, aunque le diera lástima estropearla.
Y ni protección solar ni gorrita blanca ni toalla ni sombrilla, anda ya, ome. Las chanclas de toda la vida, aunque lo mismo había que darles ya el relevo, que traía los números en romano, y la carterita chica con los cinco euritos por si se tomaba una cervecita allí en lo del Media Barba. Vámonos que nos vamos, por la sombrita, a la playa. Y qué alegría de vientecito en la cara, y qué bonita que estaba la playita con la marea vacía, y qué barbaridad, lo que cambiaba de un año para otro, que de pronto parecía como si no estuviera en la Victoria y entre el Isecotel y Camelot, sino en los Caños de Meca. Cómo se habían liberado las marías, desde el guayabo tatuado a la que jugaba la lotería, y qué escasez tenía que provocar la crisis del petróleo en las fábricas de tela, porque de un año pa otro los bikinitis eran lo mínimo. Antes para ver un topless había que ir camuflado y hasta más allá de las dunas, y acaba uno pareciendo un morsegón, y ahora lo raro era no estar rodeado de gachisas como en uno de esos documentales de antes, los de las tribus africanas.
Entre una cosa y otra, con la carajera, se quemó las plantas de los pies hasta la altura de las rodillas, que parece mentira lo que se calentaba la arena nueva después del coñazo que dio la draga el año anterior: se notaba que no estaba tostada lo suficiente, y también que algún hijoputa se dedicaba a cargarse las pasarelas para hacer barbacoas.
Pero, por lo demás, perfecto. Un solecito la mar de bueno, el mar azul que parecía de foto, dos extranjeras de bulevú en la tumbona, los niños chicos lejos, donde no dieran la lata con la palita ni con la arena. Un bañito, su paseíto, su cervecita. Como ya perdió una vez el móvil aquí mismo, una preocupación menos. A disfrutar.
Suscastascastastoas, se había dejado las llaves en casa.
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Categorías: Historias de Torre