Toda la vida viendo pasar la vida al otro lado. Rodeado de gente y siempre, ay, siempre solo. Aceras móviles y coches flotantes a velocidades de vértigo, mascarillas en los rostros para huir de la contaminación atmosférica y las enfermedades de diseño, del roce de los otros, del asco propio. Como aquellos obreros sin alma de la vieja película alemana en blanco y negro, hundidos los hombros, reforzado el cuerpo con gabanes de politejido que pudiesen proteger de los picotazos del sol, cuando asomaba, o de la quemazón de las gotas de lluvia, si caía. Había leído en algún sito que la lluvia, antes, no tenía color. Ahora eran gotas de óxido amarillo, densas como el azufre que imaginaba combustible del infierno. De niño, le gustaba ver cómo en los charcos formaba capas de colores sucios hasta acabar por difuminarse en una mancha de lodo negro.
Había leído en algún sitio que la gente, antes, se miraba a la cara, y hasta se saludaba o se sonreía si se encontraba en los portales, o en los ascensores, o en el trabajo. Había leído en algún sitio que los parques se visitaban desde dentro y no eran dioramas a los que hacer holografías desde fuera. Había leído en algún sitio que antes se leía.
Ya ni siquiera caminaba con voluntad propia. Si no eran las aceras móviles o los tubos gravitatorios era la presión de las masas la que lo empujaba, obligándolo a entrar en sitios de copas, a invertir en bolsa o jugar a las máquinas de irrealidad, o perderse en los grandes almacenes de cien pisos donde todo era prístino y frío, como conservado en el nitrógeno de la tumba de un actor de sensocine o un político-mesías incorrupto.
Arriba, a la sección de holocosmética. Abajo, a la sección de hipnoviajes. A la derecha, donde comprar una parcela en otro mundo para que la disfrutasen sus nietos, cuando los tuviera. A la izquierda: pase, compre, goce, vea, y luego pague. Su firma óptica en un escáner de luz; no hay mejor código de barras que los círculos concéntricos de tu iris y tu córnea.
Ella lo vio perdido en la sección de ofertas y en seguida acudió a atenderlo. Él no supo qué decir, si no sabía qué buscaba, ni para qué mataba las horas vivas de su muerte en vida recorriendo grandes superficies y hurtando la sombra a las esquinas, huidizo de sí mismo, de la masa que englobaba y retorcía. Pero la miró a los ojos, para decirle que no quería nada, pues lo necesitaba todo, y cuando se volvió para el cubículo de diez metros que era su casa lo hizo con la certeza de que Dios, sin duda, existe.
Ya no pudo olvidar esa mirada, ya no fue capaz de imaginar otro par de labios, ni un perfume más suave que el perfume de ella, ni un sonido más dulce que su voz de violeta. Despertaba por las noches y ni siquiera las virtoactrices más bellas del tresdé a deshora le hacían sombra. Se desconectaba los diodos en su puesto de trabajo y en seguida se ponía a pensar en ella, imán inevitable de sus sueños de compañía, ancla absoluta que quizá podría atraerlo al fondo de un mar donde encontrar juntos tesoros de leyenda.
La espiaba desde lejos, camuflado entre maniquíes vestidos de tul y juguetes perfectos que engañaban a los niños. Se instruyó en las inflexiones de su voz, los movimientos realineados de su cuerpo, la línea de gaviota de su sonrisa. Ella no vio jamás, se aseguró de eso, que él, más que observarla, la aprendía.
Iba a verla a todas horas, escapando a los descansos del trabajo, hasta abriéndose paso en las mareas de ropa que eran los transeúntes anónimos de las calles en marcha. Supo que estaba enamorado aunque no sabía de amor más que por los poemas que leía a hurtadillas, con la vergüenza de quien comete un acto ridículo y lo sabe y le pesa, pero tenía que ser ella, no cabía duda, la donna angelicatta de la que hablaban los antiguos, su Dulcinea, su Beatriz, su Ofelia, su Laura. El mundo seguía a su ritmo y él, de pronto, se detenía, miraba en derredor, y comprendía que no había más arriba ni más abajo que el abajo y el arriba que el centro de gravedad que ahora era ella le dictase. Había llenado su vacío y sin embargo ella no imaginaba que era el ascua que ardía dando ímpetu a su alma.
Esperó semanas, planeó con meses, rompió esquemas y trazó estrategias. Una por una fueron a parar al incinerador, bocetos de acción, borradores de palabras. Hasta que supo que una noche tenía que ser, y fue una noche, y escapó al turno de trabajo y se apostó en la soledad, nuevamente la soledad, de los rincones oscuros donde no se registraba nadie. Un absorbedor de calor prendido como un clavel en la solapa y para los detectores fue como si allí no hubiera ningún ser jugando al escondite. Un compás de ruido blanco y los latidos de su corazón, sus pisadas y estornudos quedaron engullidos como si pertenecieran a un fantasma que no deja recuerdo de su marcha.
Los minutos fueron una madeja eterna que se le enredaba en los dedos. Pero por fin avanzó por los pasillos sin luz, entre riquezas abandonadas y el limbo de los electrodomésticos por estrenar, hasta el ala, el pasillo, el santuario donde esperaba ella. Las gafas de ultrarrojos no podían iluminarla mejor de lo que ya, de por sí, ella brillaba. No mostró sorpresa al verlo, tan camuflado y a esas horas. Se giró, radiante, controlada, hermosa, y con su voz de aguamarina le preguntó si quería algo, y pestañeó dos veces mientras él le cogía una mano y le decía que no temiera.
No temió. Él le susurró que podía escribir los versos más tristes esa noche, que era un olmo viejo hendido por el rayo, que como el toro se sentía diminuto y por competir con su cabello el sol relumbraba en vano, que de verdad la quería verde, y recitó en desorden y mezclando los versos a Neruda y a Machado, a Shakespeare, Goethe, Byron y Cardenal, a Lorca, Kavafis, Whitman y Pessoa, a Garcilaso y Yeats, a San Juan de la Cruz, a Paul Valéry, a Lamartine y Shelley, doce sonetos de Petrarca y el canto a Helena de Ronsard, una jarcha mozárabe y las rimas de Bécquer, estrofas sueltas de Villon y Horacio y Ovidio, algunos en su brillante versión original, otros en traducciones donde se perdía la música pero no la magia del descubrimiento.
La besó despacio en la boca entreabierta, la acarició en las mejillas de nácar irradiado, mientras ella temblaba en sus brazos y a lo lejos alguien silbaba. Ninguno de los dos hizo caso del mundo agazapado y envidioso, contenidos y felices en la presencia del otro, tan cercana y tan inimaginable hacía tan sólo diez minutos. Ella respondió con torpeza al amor de su boca cuando se tradujo al amor de su cuerpo, y acurrucados el uno contra el otro ignoraron el frío del suelo de mármol lunar, los sonidos apagados de los detectores de impulsos magnéticos, el zumbido frío de las luces de emergencia que se fueron encendiendo una por una como un árbol de navidad invertido. Cuando la patrulla de seguridad de la policía les dio el alto él solo pudo susurrar un último verso a medias que quedó prendido entre su boca y la de ella como el vaho de un niño ante un espejo mágico.
Se dio la vuelta. Echó a correr. Uno de los policías repitió el alto. Él lo ignoró. Un crujido reventó a su derecha, y una pantalla plana de tresdé saltó hecha añicos. Cuando su cerebro registró el sonido ronco, ya estaba resbalando por el suelo, impulsado por el charco de su propia sangre. Se detuvo contra una exposición de maniquíes, pero para entonces ya estaba muerto y no le importó no poder ser testigo de la mueca de desprecio de los dos agentes del orden.
--Menudo pirado --comentó el sargento, mientras daba aviso por radio para que viniesen a retirar el cadáver--. Con la de mujeres que hay en el mundo y venir a montárselo de noche nada menos que con una robot.
El otro policía se encogió de hombros y sólo pudo apreciar que la androide era hermosa. Sus ojos brillaban, advirtió. Un efecto de la luz, sin duda. No podía ser aceite, ni por supuesto el rastro de una lágrima.
Los policías no sabrían nunca, porque no les importaba ni era su causa, que el centro comercial tuvo que reprogramar tres veces a la androide de la sección de ofertas, pues desarrolló el molesto virus de recitar poemas de amor que nadie le había enseñado ni a los que había podido tener acceso una vez borrada su memoria. Harto de perder el tiempo con la misma cantinela, el jefe de sección, con la anuencia de sus jefes, procedió a desguazarla.
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