Si es verdad que existe eso que llaman el “síndrome de Stendhal” (es decir, la depresión que acompaña a quien queda expuesto de manera irremediable a una sobredosis de belleza), también debe existir el síndrome contrario, la capacidad de aislarnos o de no advertir siquiera todas las cosas hermosas que nos rodean. De eso sabemos mucho, me parece, los gaditanos. Centralistas de nosotros mismos, empeñados en reverdecer laureles que a lo peor ni siquiera fueron, alabamos la historia pasada y los pocos monumentos que en piedra quedan, o acaso alguna casualidad de la naturaleza que nos acusa y a la vez implora para que no demos cuenta de ella, como hemos hecho con tantas otras cosas de nuestro entorno. Los gaditanos queremos y añoramos lo tangible, lo que fue y no se pudo, y no advertimos, en nuestro arrogante camino por la vida, que el gran tesoro a nuestro alcance, desde siempre, es la luz, y está ahí. Es el cielo, que nos acompaña siempre. Enamorados del mar y la tierra, creo que somos pocos los que nos detenemos a contemplar ese cristal de luces que nos baña en todo momento desde lo alto: por desgracia, yo no soy uno de ellos.
Por suerte, hay quien sí se entretiene en mirar la luz, en calibrar el cielo, en buscar en su equívoca igualdad ese detalle original, esa marca imposible de repetir en el tiempo. Juan Estela es uno de esos poetas tocados por el soplo de lo inefable. En sus fotos de Cádiz, del cielo de Cádiz, se disfruta de un amor que los demás, ay, hemos dejado desatendido demasiado tiempo. Está en estas luces la paciencia de quien sabe mirar arriba y halla allí el detalle, la nota armónica, la pincelada casi abstracta y autodidacta de un instante que sobrecoge en su hermosura y nos reprocha nuestra falta de atención, para llenarnos de envidia y disfrutar, a toro pasado, de esa magia inmortalizada para el recuerdo.
Hay tantos cielos en ese cielo que es nuestro, tantas historias, tantas evocaciones, tantos misterios. Hay tanta poesía, tanta magia, tanta imaginación, tanta paciencia en esas luces que resbalan desde las alturas, para verterse como un chorro líquido sobre el abrazo impaciente del mar y la tierra. Hay dibujos imposibles en esas ondas que rielan sobre las aguas varadas, en esas nubes nerviosas que son espectros de sí mismas, lánguidas sombras chinescas que desafían nuestro deseo de encontrarles formas y parecidos, como tests de Rorscharch donde nuestra imaginación se define por lo que ansía y por lo que no sabe que le falta.
De la noche al día, de la explosión de luz al lento morir de las ascuas, entre blancos puntos alados y negras siluetas de trabajadores del agua, y estatuas eternas de santos patronos y poetas del pueblo, las luces del hombre rivalizan con las luces de la creación, y nos regalan, como en sus fotografías y en su poética nos regala Juan Estela, ese intenso momento de armonía del que ya, para siempre y desde ahora, en su contemplación, vamos a ser parte, porque también nosotros somos sombra, piedra, carne, sueño, cielo de Cádiz.
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