Como nos da por copiarlo todo, principalmente lo malo, ahora tenemos otro desgraciado término de moda: el fenómeno del “bullying”, o sea, el matón o matones (o matonas) escolares. Eso que en tiempos denominábamos el pegón de la clase o el recreo o la plazoleta, la forma que tenía el inadaptado de turno de expresar su agresividad hacia quien consideraba más débil, más listo o más inadaptado todavía. Un fenómeno que deja patente que no todas las infancias ni todas las adolescencias son felices. De ahí que pasemos a echarle los caballos encima al estamento escolar me parece que media un abismo.
La escuela es, entre otras cosas, un medio de urbanización y de socialización. En ella, los niños aprenden a convivir con otros niños, a desenvolverse en un entorno que no coincide con el algodón familiar que suele acompañar (otros no tienen esa suerte) los primeros años de vida de las criaturas. En ese medio novedoso y hostil los párvulos lloran, patalean, tienen pesadillas y traumas. Luego, porque entra en funcionamiento el instinto de supervivencia, se aclimatan a ese mundo nuevo y, sin saberlo, empiezan a desarrollar los esquemas sociales que existen fuera. Hasta cierto punto, los copian. En buena medida, los inventan. Se crean roles que luego los van a acompañar buena parte de sus vidas: el calladito, la independiente, la empollona, el deportista o el pegón. En la defensa de un territorio imaginario o la reivindicación de una atención que no disfrutan en casa, hay pequeños émulos de don Corleone dedicados a requisar los bollicaos del resto de los compañeros cada día, aprendices de Arsenio Lupin que hacen colección de sacapuntas de colores y oberstandartenführer prepúberes que se entrenan desde chiquitines para la algarada callejera o el ultrasurismo deportivo.
Puesto que son niños, no se le da mucha importancia, aunque la situación tenga a mal traer tanto a los padres de los infantiles acosadores como a los de sus víctimas; suele ser algo que el tiempo borra... o transmuta. Porque la cosa se complica cuando se llega a la adolescencia y entran además en la ecuación la inteligencia desarrollada a lo largo de los años, la malicia aumentada y las siempre efervescentes feromonas. Sin embargo, insisto, yo niego la mayor: el hecho de que los protagonistas de los sucesos que en estos días han saltado a la palestra sean escolares no implica, per se, que nos hallemos ante un fenómeno escolar, sino social, que se extiende más allá de las paredes de los colegios donde, por otra parte, no suelen producirse estas acciones de manera descarada y perceptible. Lo primero que aprende un mafiosillo del tres al cuarto es la omertá, o sea, la ley del silencio: a tirar la piedra y esconder la mano. A partir de ciertas edades, el bullying se convierte en un runrún subrepticio que suele escapar a la percepción de los docentes y que llega a sus cotas más altas de ignominia fuera de los recintos colegiales. Si un padre ignora y se sorprende al saber que su hijo es víctima de acosos o (casi peor todavía) verdugo acosador, díganme ustedes cómo pueden los profesores y maestros saberlo por el simple hecho de compartir con los chavales unas horas al día o a la semana. Cuesta trabajo imaginar que esos matones escolares no se comportan igual en sus momentos de ocio extra-escolar, en la movida callejera o las discotecas.
Díganme ustedes qué recursos tienen los educadores para erradicar la violencia de sus aulas si esa violencia, las más de las veces, no se produce siquiera dentro de las aulas. Cuando cualquier medida disciplinaria o de simple etiqueta social (y recordemos ahora el “escandalito” que se propugna cuando se pretende desde algunos institutos que los alumnos y en especial las alumnas tengan una cierta mesura en el vestir) se enfrenta a la opinión de padres despechados y AMPAS, ¿cómo puede pretenderse que, además de un trabajo mal reconocido, ingrato y desprestigiado como es el de maestro, se complemente con unas funciones de sheriff o de juez para las que no sólo no se tienen pruebas las más de las veces (en tanto que las acusaciones siempre llegan tarde), sino para las que se carece de preparación y de medidas efectivas?
Nos encontramos ante un problema serio que hay que atajar antes de que llegue a más, y los afectados ya tardan en correr a denunciarlo a las autoridades escolares y sociales pertinentes. Pero se trata de un problema de orden público que tiene su reflejo en la vida escolar, no al contrario. Esta sociedad que ahora se escandaliza ante lo que entre todos vamos sembrando haría bien en darse cuenta de una vez que la educación no empieza, ni termina, en los colegios.
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