Traspuesto me he quedado. De piedra ostionera, oigan. Pasmao, que decía Pedrito Ruiz cuando imitaba al Guerra. Abren en el barrio (más bien reciclan) uno de esos locales fantasmas que cada dos por tres cambia de nombre y finalidad, y en un cartelón enorme, de metacrilato y colores llamativos, anuncian su mercancía a aquel que pasa. Léanlo ustedes con la musiquilla aquella del anuncio de la ONCE, a ser posible: “Artículos de informática, videojuegos, prensa y revistas, chucherías, botellones”. Sí, han leído ustedes bien. Botellones. O sea, mentar la bicha. No estamos hablando ya de algún astuto almacenero que hace caso omiso a las reglas, ni del anonimato que supone aprovisionarte en un supermercado antes de pasar a maquillarte sombra aquí sombra allá, no. Acaba de hacerse patente (y digo lo de patente porque parece que, además, nos encontramos con una franquicia) el primer catering homologado de la movida botellónica.
Porque, claro, si tan alegremente se anuncia, será porque se permite, ¿no? Si el local abre sus puertas y lo pregona, será porque alguien le ha dado permiso de apertura, cuando ha visto que las tomas de la luz, el agua, los papeles de la declaración trimestral a Hacienda y lo que hiciera menester están en regla. ¿Quién inspecciona a los inspectores? ¿Achacamos el despiste al Excelentísimo Ayuntamiento de aquí la localidad, o a la Junta? ¿O condenamos las cosas con la boca chica, allá cada cual con su rollo y que se quejen otros después, mientras paguen impuestos primero y después la multa?
Uno se echa a temblar, como sufrido vecino veraniego de las noches de movida, si éste ejemplo de pronto va y se multiplica. Porque, no sé si estarán ustedes de acuerdo conmigo, es que en Cádiz así funcionan las cosas. Si repasan ustedes los comercios de hace unos años para acá, recuerden que de pronto nos invadieron las hamburgueserías autóctonas de nombre arabizante; luego (imagino que con las subvenciones de los primeros despidos de Astilleros) llegaron los videoclubs; más tarde, los todo a cien, que se reciclaron a todo a un euro y al curioso eufemismo de “tiendas multiprecios” (como si las grandes superficies de no-demasiados-exquisitos modales con el cliente no fueran también, claro, vendedores de mercancías de precios distintos), y ahora que cierran los bancos (que en su tiempo ya se fagocitaron a las librerías), lo que se lleva son las inmobiliarias, quizá por aquello del dime de qué presume y te diré de qué careces, porque con la falta de suelo y lo que vale aquí un partidito será cosa de vender un apartamento y echarte a descansar hasta que dentro de medio año caiga otro.
Y ahora, ay, puede que nos empiecen a invadir los caterings botelloneros. O eso, o convendrán conmigo en la falta de sensibilidad de quien encarga el cartelito y el patinazo de las autoridades que lo aprueban sin mirar qué pregona.
Porque, en teoría, eso no se puede hacer, ¿no? A partir de cierta hora, no se puede vender alcohol, y a los menores, ni aunque madruguen y se pongan barba postiza. En el mismo barrio, apenas a doscientos metros, hay locales que han sufrido en carnes los multazos por vender a deshora, y personalmente tengo la experiencia cercana de, apenas a otros cien metros para el otro lado, de haberme quedado otra vez de piedra cuando, al recibir en casa la visita de unos amiguetes y habernos quedado sin cerveza fría, haber organizado un blitzkrieg rapidito a comprar un par de cruzcampos. El señor dependiente de ese otro local, no sé si porque me voy enchaquetado y pensó que yo era policía, me dijo que no se vendía alcohol a partir de no sé qué hora. Y me tuve que dar media vuelta, aunque me fui con la duda de qué demanda de gusanitos, pipas y conguitos puede haber a las once y media de la noche un sábado para que el local estuviera abierto.
Me da en la nariz que aquí no tenemos muy claro dónde está la ley y dónde está la trampa.
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