Hace tres semanas se nos murió la lavadora. De muerte innatural: tenía tres años. Vino el técnico y nos dijo que vale, que arreglaba la tontería que era, pero que los cojinetes estaban cambembos (palabra que quiere decir que no estaban todo lo esféricos que era desear), y que la próxima vez que se estrogorciara, no merecía la pena arreglarla y mejor comprar otra. Nos cobró por la broma cuarenta y pico euros.
Dos días más tarde, volvió a estropearse. Mi mujer, en sobreaviso, ya sabía colocar la correa de marras. Pero, como aconsejó el amable técnico, en cuanto empezó el aclarado, zas, la correa volvió a saltar. Decisión unánime: a comprar lavadora nueva.
Dicho y hecho. Nos vamos al hipermercado megachachipiruli de moda, y compramos una lavadora, con la promesa de que nos la traen dos días después. Perfecto. Nos la traen un día después, incumpliendo por lo positivo su promesa, y el transportista todo terreno (en tanto que es transportista e instalador), la enchufa a la pared, intenta colocar el tubo de desagüe en el otro tubo de desagüe... y resulta que no encajan.
Momento de perplejidad: es la tercera lavadora que tenemos ya en casa, uno de esos aparatos de ahora que no duran ni la cuarta parte de lo que duraban antes (un inciso para aclararle que en casa, en catorce años, hemos tenido tres frigoríficos, dos lavaplatos, dos microondas --en breve tendrá que caer el tercero--, cuatro o cinco ordenadores, dos televisores, tres o cuatro videos y dos reproductores de deuvedé; ni cuento ya las tostadoras). Nadie nos puede aclarar por qué no encajan los dos tubitos, ni si la tecnología ha avanzado tanto en tres años para que un aparato nuevo anule al otro. Total, que el transportista todo terreno se va sin instalar el aparato, diciéndonos que nos arreglemos la vida como podamos y que llamemos a un fontanero. Momento de estupor.
Llamamos al hipermercado megachachipiruli de moda y les decimos lo que ha pasado. Allí, la amable señorita de voz mecánica nos dice que eso no tiene nada que ver con ellos, que preguntemos al servicio técnico de la lavadora. Nos plantamos de nuevo en el hipermercado megachachipiruli de moda y contamos el caso: oiga, esto cómo se resuelve. Y el esbirro encorbatado (lo siento, pero no tiene otro nombre, o no se merece otro), nos dice que eso es cosa nuestra, que ellos se lavan las manos. Después de un par de horas de discusión bizantina, accede a darnos el teléfono del servicio técnico, el oficial, para que los apaños que tengamos que hacer corran de nuestra cuenta. En el servicio técnico, después, nos dicen que pueden venir a ver el aparato dentro de dos semanas, y mientras tanto, que usemos ropa sudada. Y, ah, que ellos no tienen la pieza de recambio, que nos la aviemos por nuestra cuenta y busquemos un apaño.
El estupor empieza a convertirse en cabreo. En la tienda de la esquina, que surte a miles de lavadoras y electrodomésticos, nos dicen que lo que pasa es que la lavadora que nos han endilgado es italiana y que no encaja el tubito con los demás tubitos de marras: solo hay dos marcas en el mercado que tienen esa cualidad, y curiosamente la que nos han vendido es una de ellas. Además, en caso de avería, las piezas tendrán que venir de Italia, con lo que nos podemos tirar, cuando se estropee, que se estropeará, hasta un mes usando ropa sudada. El consejo del experto: que cambiemos de lavadora.
Dicho y hecho. El sábado por la mañana nos plantamos en el hipermercado megachachipiruli de moda, y decimos que, puesto que la lavadora está sin instalar y no nos sirve, que no la queremos. Y el esbirro encorbatado (porque no tiene otro nombre o no se merece otro) nos dice que eso es nuestro problema. Cuando le decimos que anule plis el crédito de los cojones y que retiren la lavadora porque no queremos un mueble que está muerto a todos los efectos, nos suelta que tenemos que pagar 18 euros de vellón por portes. Cabreo. Un par de gritos.
Y entonces interviene, tachín, el jefe supremo del esbirro encorbatado. Encorbatado también él, faltaba más (dale a un tonto un uniforme y se creerá que es Dios). Por no pelear más, y después de explicar por ni-se-sabe-cuántas-veces el caso, y demostrarle en sus narices que nos han vendido un producto que no está homologado por la UE (mi mujer, lista y previsora, se llevó un dibujito con el tamaño de ambos tubos, y se comprobó que las otras lavadoras sí que eran compatibles con la instalación que tenemos en casa), aceptamos pagar los 18 euros de las narices a condición de que nos retiren el mueble muerto y nos anulen el contrato de venta.
El jefe del esbirro encorbatado (encorbatado también él, faltaba más), al final es más listo que nosotros y nos cambia la lavadora por otra. Es más cara, pero el tubo encaja. Nos promete, por su honor de caballero y la marca especial de su gomina, que el lunes sin falta está el nuevo electrodoméstico en casa. Aquí paz y luego gloria, se arreglan de nuevo los papeles. Sigue habiendo 18 euros que pago yo, por gilipollas.
Lunes por la mañana. Llega el nuevo electrodoméstico a casa, por fin. Empiezan a desembalarlo, toda la escalera llena de corcho sintético blanco. Cuando hacen ademán de colocar el aparato en su sitio, ping, la puerta que no cierra. Se cierra por cojones. Ping, vuelve a abrirse (es de carga superior). Mi mujer, que a estas alturas está ya hasta un poquito más arriba de la trenza, dice que, evidentemente, le importa un pito que el muelle esté roto y que se pueda arreglar con loctite: que quiere una lavadora nuevecita.
Se la llevan diciendo que en cuanto lleguen al hipermercado megachachipiruli de moda, nos llamarán. No llaman. A las tantas, mi mujer llama directamente al jefe del esbirro encorbatado que también lleva corbata. No lo localiza, claro, es lo malo que tienen los teléfonos directos. Lo logra localizar mucho más tarde, pero nos dicen que ya está todo solucionado, y que la lavadora viene de camino justo del pueblo de al lado de donde vive nuestro amigo Víctor Ánchel, qué casualidad. Y que la tendremos en casa el martes por la mañana.
El martes a las nueve de la noche, tras mil llamadas, nos confirman que la lavadora no está, que llegará el miércoles. Y que en todo caso llamemos al jefe del esbirro encorbatado a las nueve y media, para confirmarlo. El miércoles es un día complicado: mi mujer tiene que llevar al niño a revisión médica a partir de las doce, y por la tarde tenemos entrenamientos, catequesis, no sé qué promesas de bautismo con vistas a la comunión de la niña el año que viene. Llama a las nueve y media de la mañana: el encorbatado jefe del encorbatado esbirro no ha llegado todavía a su puesto de trabajo, claro. Lo localiza tres cuartos de hora más tarde: se ofende porque lo llamamos, quizás porque no recuerda que nos ha dicho que hagamos justo eso mismo.
Nos dice que no sabe si puede estar la lavadora esta misma mañana. Mi mujer le da un últimatum: o antes de las doce o entre las tres y las siete. Hoy.
Al cabo de un rato, el señor de la corbata jefe de señores encorbatados llama: que la lavadora estará en casa entre las doce y las dos. Que no, oiga, que tiene que ser antes o después, que tenemos cita en el médico. O antes de las siete, que tenemos que hacer un sin fin de cosas. Al final, mi mujer le vuelve a repetir el órdago y dice que quiere la lavadora hoy (o sea, ayer miércoles), y que si ella no está en casa, alguien habrá.
A las tres y algo llaman, que por fin la traen. Vale. La traen dos horas más tarde. Y, oh, cáspita, resulta que la lavadora no viene embalada en caja de cartón repletita de corcho blanco, sino apenas envuelta en plástico de ese de burbujitas que tanto relaja. Mi mujer, ya, entra en cólera. Nos entra la sospecha de que, mientras mareaban la perdiz, han arreglado el muelle de la puerta con loctite. Le decimos a los transportistas (que no son los mismos de las otras dos veces) que en esas condiciones no las queremos, que se la lleven, no sin antes sonsacarles que la lavadora no viene del pueblo del amigo Víctor Ánchel, ni de la central del Puerto, sino del mismísimo hipermercado megachachipiruli de moda.
Volvemos a llamar al señor de exquisito gusto en corbatas, jefe de imitadores de poca monta y brillantina más barata. No está. Entonces cogemos el coche, vamos al hipermegachachipiruli centro de marras y le decimos a la señorita (que al vernos la cara está a punto de sacar una cruz y ristras de ajo) que haga el favor de anular el crédito, que no queremos la lavadora y que hasta aquí llegó la ola. Mientras la pobre muchacha se apresura a cumplir las órdenes, ar, veo para mi sorpresa que la lavadora que estaba en exposición el sábado, cuando hicimos el cambio, ya no está. Y entonces deducimos que no, no han arreglado la lavadora segunda (la primera sigue en casa, esperando que la retiren), sino que nos han largado, con tal de hacernos callar, la que estaba allí en exposición, la que han toqueteado todos los posibles clientes y todos los niños traviesos de todos los posibles clientes.
El señor encorbatado vuelve a llamar, y encima nos dice que ha sido él quien ha desprecintado la lavadora que venía del pueblo de Víctor Ánchel, y que no tiene por qué darnos explicaciones, y que el cliente no siempre tiene la razón.
Aquí estamos, pues. Esperando que nos retiren el mueble muerto y decididos a comprar uno que esté vivo en otro sitio, y con el ojito puesto en el mes de octubre, cuando empiecen en teoría los plazos de la lavadora que no hemos comprado y que, en teoría también, hemos anulado. Tal como van las cosas, no me extrañaría que en octubre tengamos la segunda parte de este encuentro surrealista. Los encorbatados contraatacan.
Ay, no es verdad que lo barato sea caro. En este caso, lo caro es caro. Y sin clase ninguna.
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