Es una de las palabras de moda, de esas que abundan alegremente en los medios. Un anglicismo más que nos echamos al habla: friki. Del inglés, freak, y más concretamente de la gran película de Tod Browing La parada de los monstruos (1932), donde un grupo de rarezas de un circo de tercera se rebela contra la bella cruel (no siempre van unidas bondad y hermosura) para convertirla en otro marginado más, igual que ellos. En Cádiz tenemos una palabra que lo define mejor, y sin los matices despectivos que nos da la derivación: picaíto.
Uno puede ser un friki (o un picaíto) de muchas cosas, algunas admirables, otras peregrinas. Tan friki es el chaval que tiene la casa empapelada de pósters y figuras de las películas de Peter Jackson como el adulto que acaba con sordera media de tanto escuchar a todas horas el Carrusel Deportivo, el que juega a rol con los amigos como el que alarma (o ya no) a medio pueblo cuando sale de romería con las carretas porque le gusta lo suyo y tampoco sabe explicar convincentemente a los no iniciados el porqué. El frikismo es, ni más ni menos, que una forma de amor. Desmesurado quizás, pero amor a fin de cuentas. Cuando las aficiones dominan tu vida y arruinan de paso tus contactos sociales, cierto es que podemos encontrarnos ante una patología preocupante. Pero cuando sólo son una manera de pasar un buen rato, de conocer gente, de divertirse y explorar territorios de ocio, no tiene por qué ser (y de hecho no lo es), algo intrínsicamente negativo. Al frikismo se deben esas obras de arte hechas con cerillitos o con lentejas, escribir el Quijote enterito en el equivalente a un dedal, dedicarse a recopilar grabaciones perdidas de las agrupaciones carnavalescas del año de la chimbamba o coleccionar exclusivamente sellos del primer día. De esa pasión desaforada surge en ocasiones eso que la sociedad elitista y culta más aprecia: la tesis doctoral o la especialización en una poética.
Díganme ustedes qué sería del Cádiz CF SAD si no fuera por el envidiable y divertido empujón friki de la afición cada domingo. Y, sin embargo, los fotógrafos ni les echan cuenta, prefiriendo (quizá por la novedad y por la máxima periodística de “niño muerde perro”) rodear a cuatro chavales sin preocupaciones que consideran que cualquier día puede ser carnaval también, si así les place.
Confundimos, claro, ese término nuevo con lo que siempre hemos conocido como “fan” (y dentro de este subconjunto, también tenemos el “fan fatal”, ya sea del actor de moda o de la comparsa de Martínez Ares). Quizá el friki, asumiendo ahora la carga despectiva de la palabra, tenga como principal problema su falta de sentido del humor y su integración en el entorno (siempre se recuerda la anécdota de William Shatner, el capitán Kirk de la serie televisiva Star Trek, que acusó a los fans que lo asediaban con un “Buscáos una vida” la mar de definitorio). Y confundimos, claro, culo y témporas de nuevo cuando se complementa un asesinato con las aficiones casuales de quien lo perpetra: que si juega al rol, que si lee tebeos, que si se creía Harry Potter o alquiló en video una película de miedo que asustaba mucho. Nunca, que yo recuerde, cuando un malnacido asesina a su pareja se nos dice si era socio del Depor o del Murcia, si le gustaban los boleros de Armando Manzanero o si coleccionaba posavasos.
Metemos en el mismo saco las aficiones legítimas con el hooliganismo (que es, sí, otro palabro inglés). O sea, la gresca, la bronca, la algarada, la borrica kale borroka. Cosa que no nos debe extrañar cuando ya hemos visto, hace unas semanas en el parlamento de la nación y hace un par de días en el andaluz, cómo se comportan sus señorías al no saber hacer uso de la palabra y querer privarla a los contrarios a toda costa. Aunque esos parlamentarios sean, como diría Morfeo de Matrix, exactamente los elegidos. Lástima que no quieran enterarse.
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