Vuelta a la realidad cotidiana, a la rutina consuetudinaria, al mundo normal y corriente y moliente que poco tiene que ver con las galaxias. O sea, que empieza el verano. O sea, que estamos preparando las cosas para irnos un ratito, una horita a la playa, que la tenemos literalmente a dos pasos.
Ay, qué mal rato se pasa estos primeros días, hasta que te acostumbras y reconoces que has perdido otra vez la figura, hasta que dejas de parecer un cadáver blancuzco y empiezas a tomar un poquito de color (bueno, en nuestro caso un muchito de color, que acabamos torraditos y envidiablemente morenazos).
Ahora nos toca probarnos bañadores que seguro que ya no nos están buenos, o que han perdido el color, o que simplemente no nos gustan (las mujeres lo tienen más crudo, eso sí). Y dudar si ponernos protección 15 o protección 10 (eso de darse cola es lo más molesto de ir a la playa; nunca he usado bronceador hasta que he sido papá, pero es que antes no nos concienciábamos de nada).
Y venga a rebuscar las zapatillas que sobrevivieron del año anterior. Y las camisetas esas que uno se pone para ir de playeo y que la gente que viene de veraneo usa a todas horas, como una segunda piel que no se quitan ni para dormir ni para bañarse ni, seguro, para lo que les caiga, si les cae algo. Gafas de sol, gorritas para los niños, toallas que seguro que raspan.
No nos acercaremos al agua: uno va para mayor y lo máximo que haremos será meter un pulgar del pie derecho, a ver qué tal. Lo más normal es que nos demos una vuelta hasta el castillo de Cortadura, por aquello de iniciar la ruta del colesterol.
El año pasado fue aquí en Cádiz la eclosión del monokini y los tatús. Veremos qué nos depara este año la playa, ese ocio rutinario que no vean ustedes cómo cansa.
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Categorías: Cosas de Cadiz