Por aquello de la novedad, de que el equipo está en racha y por alimentar un poquito la ilusión de los niños, ayer fuimos los cuatro al fútbol. Es la segunda vez en mi vida de adulto que me da por asistir a un partido (saben ustedes que el fútbol me aburre), pero además de lo bueno del día y de que es una buena forma de matar un dominguito por la mañana, teníamos todos cierta curiosidad por ver la grada nueva de preferencia, que según dicen está terminada aunque para mí que le falta un poquito de repellado en las paredes y suelos o, en su defecto, un pelín más de limpieza. Las prisas, ya se sabe, es lo que tienen.
Uno no entiende las reglas del fútbol, ni siquiera cuando se las explican con la moviola, y ver a veintidós señores corriendo detrás de un balón como que no le dice nada. Pero todo el mundo decía que merecía la pena ver un partido en Carranza por aquello de la afición y yo, más que ir a ver el equipo, lo que me apetecía era, en efecto, comprobar cómo el personal va a su bola, animando a sus colores y convertidos todos en un solo color. Lo de menos, me dio la impresión, es el resultado, que les marquen un tanto o les piten mal las faltas, que el linier esté cegato o el árbitro sea un pelanas. Lo importante es el grito eufórico y unánime, el cachondeo elevado a arte de ir por la vida. Uno entra en el estadio y lo primero que ve, rodeándolo por todas partes, es una enorme mancha amarilla que se mueve y respira, que se agita y salta y brinca y grita y canta y fuma. Lo de menos, ya digo, para mí que está en el campo. Estoy seguro de que de los seis goles que marcó el equipo (tres de ellos a cargo de un calvo a quien apodan "Mortadelo"... porque se parece a Mortadelo, sí: al Mortadelo del cine), estoy seguro de que de los seis goles el personal se perdió al menos la mitad, entretenidos en hacer la ola, en alabar a los tifossi contrarios, en pedir que el otro fondo botara o en tocar las palmas y pasarse litros y más litros de calimocho.
Es una experiencia casi surrealista, oigan. Una amiga que nos acompañaba lo comparaba con el circo, en el buen sentido. Imagino que, como el Cádiz ganó por goleada histórica, el partido sería mucho más lucido que cuando se estiran minutos y más minutos sin que pase nada. Como observador neófito, me extraña lo mucho que puede estorbar un árbitro una jugada; no ya que pite o deje de pitar cosas que casualmente ve todo el mundo menos él, sino la manía que tiene el nota de meterse en medio de los tres o cuatro jugadores que se pelean por el balón. También, a uno le extraña mucho que los masajistas no estén forrados con consultas privadas o que la seguridad social les ofrezca el oro y el subsahariano por sus habilidades curativas: llega un jugador, le dan un patadón de esos de los anuncios de Adidas, rueda por el aire como si fuera Neo, se pega un trompazo contra el suelo de los de Son Goku, se queda el pobrecito traspuesto, despendolado, sin respiración, con la boca más abierta que Jenna Jameson. Y cuando uno piensa ya que lo que le hace falta es un cura que le de los santos óleos, aparece el masajista, mueve un dedo o rocia con un hisopo que no tiene agua bendita pero hace milagros, y al segundo el tío se levanta y echa a correr como si no hubiera pasado nada. Luego dicen de los toreros. Qué cosas. Me meten a mí un empujón como le metieron ayer a uno chiquitito y calvo y me tienen que recoger con una cucharilla de café de las que regala La Voz, oigan.
Con todo, y aunque reconozco que pasé un buen rato, me reí, pegué un par de bocinazos que buena falta me hacían (la catarsis, como le digo a mis chavales), lo que no me cuadra es que se diga siempre que el teatro (un poner) está en crisis porque los precios son muy caros... y a mí me costó ayer la broma de los cuatro nada menos que sesenta euros de vellón. Al resto de los seguidores del equipo, a esa mancha amarilla y cachonda, no lo sé, pero a mí me sigue gustando más el teatro.
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