Ay, que me lo veo venir. Que nos lo vemos venir todos. Nuestro gozo en un pozo, y en un pozo vacío, desgraciadamente. Ya tenemos aquí otra vez a la temible, a la espantosa, a la pertinaz sequía de la que hablaban en los partes de antaño, los de la conjura judeo-masónica que lo mismo también resucitan los listos de turno un día de estos (será por decir tonterías con tal de salir en titulares). Cosa del anticiclón de las Azores, seguro, que es un malage y de ahí no se mueve aunque el viento de muchas vueltas sobre sí mismo, y no nos trae ni una sola nubecilla que nos empape o por lo menos nos riegue. Las alergias, disparatadas. La perspectiva de los próximos meses, para echarse a temblar, y no de frío precisamente. Un fantasma recorre nuestro entorno, y se llama restricciones.
Nos dicen que tranquilos, que seguro que la cosa se resuelve. Y, como no llueva (y no se espera que vaya a llover) ya me estoy viendo de nuevo con cortes de suministro a las nueve de la noche o antes, sine die, y entonces empezarán a apelar a nuestra solidaridad y a nuestra conciencia, a eso que llaman el uso responsable, y se gastarán un perraje que en el fondo es nuestro en campañas publicitarias para recordarnos que no hay malgastar lo que nos gotea, y ya todo será retroceder de nuevo en el tiempo y a guardar un cubito o dos por si nos hace falta baldear de noche.
Miramos atrás y apenas recordamos, como una pesadilla que se nos borra del inconsciente, todos aquellos meses (¿o fueron años?) en que vivimos los gaditanos con el fantasma de la escasez de agua, y todo lo que eso nos coarta, por ejemplo, en verano, donde ver a la gente volver de la playa a las ocho de la tarde para que les diera tiempo darse una duchita rápida y no tener que convivir hasta el día siguiente con el salitre en el cuerpo y la arena en los pies tenía cierto aire de película de Cecil B. DeMille, con el pueblo israelita atravesando el Mar Rojo, un retorno forzoso con las sombrillas y las sillas plegables justo cuando era la hora del bingo y de disfrutar mejor de esas puestas de sol inconmensurables que tan bien fotografía mi amigo Juan Estela. Mi hijo mayor, que ahora tiene doce años, recuerda perfectamente el primer día que vio llover, detalle que sería hasta poético si no fuese porque se pasó los primeros años de su vida sin ver caer del cielo más que las cagadas de los estorninos.
Ahora anuncian que nos van a informar varias veces al mes y cuenca a cuenca de qué agua tenemos y de qué agua vamos a poder ir consumiendo. No sé yo si eso acabará por causar psicosis social, o si habrá algún jibia que se beba la que le toca aunque no tenga gana, por aquello de cumplir con el cupo o, peor aún, que no se la quede otro: ya hemos visto que rencillas y faltas de solidaridad abundan entre quienes deberían dar lecciones de clase y estilo; o sea, los que mandan.
Lo que mi hijo no comprendía cuando tenía cuatro años y yo sigo sin comprender cuando tengo bastantes veces esa edad es cómo se piensa que se solucionan esos problemas, si se piensa, o si seguimos dejándolo todo a la buena de Dios (y ya sabemos que en algunos pueblos es tradición sacar al santo de turno en procesión). Porque, vale, en nuestro caso concreto nos construyeron el pantano más grande del mundo mundial, donde cabía toda el agua que quisiéramos, hasta jiparnos… pero por muy grandes que sean los pantanos, si no hay caudales, es como tener un jardín sin flores: una pérdida de espacio y de esfuerzo. Hace un montón de años, cuando sufríamos lo que luego creímos remediado, no sé si se acuerdan ustedes, se insistía en que, además, se intentara desalinizar eso que tenemos ahí alrededor, miremos adonde miremos: el mar que nos rodea y que, de momento, abunda. No se hizo caso entonces, prefiriéndose como única la opción pantanera. Y ahora imagino que podremos recurrir al refrán y decir eso de “de aquellos polvos surgieron estos lodos”. O viceversa.
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