Amarilloloró blanca la plata blanca la platá, qué caló, por Dios, qué caló. Y allí estaba Torre vestido el primer día de manguita corta y con los sobacos ya manchados de sudor agrio, que ni el moana ni el fusfrish podían salvarlo, ni que hubiera estado cargando sacos de yeso o subiendo la bombona de butano a la vecina del quinto porque el ascensor no funcionaba, con la mosca detrás de la oreja y el resto de las moscas detrás de la cola de los caballos del real, riá pitá riá pitá, qué mal olor, por Dios, qué mal olor. Y el revoloteo del albero y el sonido estridente de los tambores y los zapatazos contra las tablas de las casetas, venga a levantar todavía más polvo, arsa pilili, algo se muere en el alma, y gente parriba y gente pabajo, y el estruendo de los coches choques y los chillidos desencajados de la gente que pagaba un dineral (porque mira que vale cara una feria, cónchiles) para que durante cincuenta y nueve segundos contados por el reloj los conviertieran en coctelera humana, cántame, me dijiste cántame, mosqueado porque se estaba perdiendo el partido del Cadi contra el Córdoba, y el estreno de la grada amarilla y azul, no como la bandera de Huelva que cantaban en la otra caseta, blanca y azul, blanca y azul, pero a lo hecho pecho y no había mejores pechos que los de Patricia Plastilina, que era su guayabo y anda que cómo estaba vestida de gitana y volantes, con los zarcillos celestes y las pulseras a juego (y menos mal que por un día se había dejado en la mesilla de noche las pulseritas de plástico que ahora estaban de moda, las de solidaridad contra el cáncer, la gracia que le haría al cáncer con todos sus muertos que el personal se gastara dos euros en ponerse goma en las muñecas), que estaba mejor vestida de gitana, ibas tú a comparar, que de Quintana de corto y amarillo y azul también, mismamente, y ya había quedado él, por si acaso, con Vicentito Quignon y con Mariano el del bar Mariano que le fueran mandando esemeeses con el resultado del encuentro, a ver si este año subíamos de una puñetera vez a primera división, que estaba la cosa más reñida y con más tensión que una película de Hitchkosss, aunque luego no hizo falta ni ná porque estaban en la caseta del Diario de Cádiz (de Cádiz-Cádiz, no de la Voz, que esos eran nuevos y regalaban, es un decir, la mar de cachivaches cada día, pero a Torre le daba en la nariz que nadie leía las letras del periódico), comiéndose una racioncita de jamón serrano que costaba como si fuera paté de cojón de pato, y anunciaron por los altavoces señores, que el Cadi va del tirón para primera división, tres a uno le ha endiñado al Córdoba, ole tus cojones, ese Cadi oé, ese Cadi oé, aunque luego al ratito tanto Vicente Quignon como Mariano el del bar Mariano le soplaron por el eseemeese, como si fueran agentes secretos y él James Bond, que habían sido cuatro a uno, ole sus cojones tós, a primera del tirón, a ver si había suerte, tu eres mi sinvivir, por ella muero.
A Torre las ferias lo debajan un pelín frío, aunque hoy estuviera, como en todas las ferias que visitaba, un mucho acalorado, que el calor, como el invierno, llega de pronto sin avisar, y siempre te coge con el pantalón que no es o la camisa que sobra, y a él eso de ver pasar gente a caballo, pagar una millonada por aguar con sevenup el vino fino y quedarte con los ojos pegados en los escotes de todas las chavalillas y todas las puretonas que pasaban a tu lado como si fueran flores de colorines, como que pasando, gracias, y además que no le gustaba bailar sevillanas, aunque sí bailar con su sombra cuando le daba la gana, pero sí que le gustaba ver cómo dos muchachitas se enroscaban la una en la otra con un crujido de algodón y mucho meneo de brazo y sonrisa en los ojos y en los labios, que era una cosa sensual pero tan agradable que ni te entraban ganas de querer estar allí en medio y que te metieran mano, que tu cariño olvidara, mi mare me dije a mí. A Torre le molaba más el carnaval, por aquello de la gracia de las chirigotas ilegales y el cachondeo fino de los disfraces, cuando se disfrazaba en febrero, y algo debían tener los gaditanos porque andaban todos lampando para que llegara otra película a rodar al sitio de siempre, como si no hubiera más paisajes en Cadi que la Caleta, joé, y allí se habían visto todos ellos, Torre el primero, vestidos de piratas y con cicatrices y sin afeitar y pasando, para variar, un frío de dos pares, mientras rodaban el capitán Alatriste, que por lo visto era una especie de Dartañán pero con mala suerte y bigote de médico antiguo del Policlínico. Las cosas que hacía uno por un bocadillo que después ni le dieron, por treinta euros que se había gastado al día siguiente en couldina, y por salir en el cine, para que lo reconociera todo el mundo cuando saliera en pantalla algo así como tres segundos.
El rebujito era traicionero, la noche que me dio el tío del tambor. Te hinchabas a beber vino fino licuado con refresco de burbujas y al final salías dando tumbos de la caseta, lo justo para entrar siguiendo el mismo movimiento en la caseta de al lado. Qué morazos más tontos, el amor es un juego que igual viene que va. Pero cada cual se divierte como puede y como le dejan, lo tiré al pozo, lo tiré al pozo, el clavel que tú me diste, y allá en medio de la calle principal, que ni era calle ni ná, sino un paseo de caballos levantado en diez días y desmontado en otros cuatro, allí que vio Torre a aquel buen hombre, más contento que las castañuelas que no llevaba y sin duda infinitamente más feliz que todos los que estaban tomando langostinos y salmorejo en las casetas pijas, comiéndose una lechuga sola, con sal y vinagre, eso era arte, y con la medio melopea y el sofoco, por mi mare de mi alma, a puntito estuvo Torre de pedirle un bocadito, aunque fuera un bocadito chico, uno na más, anda, picha.
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Categorías: Historias de Torre