La noticia saltó hace unos cuantos días, y en Cádiz, donde lo más normal del mundo es abrir un agujero y encontrarte una calavera romana o fenicia, casi no habría tenido chicha ninguna de no haberse liado la historia con truculencias de asesinatos, mujeres maltratadas y apioladas más tarde, broncas monumentales entre las familias cruzadas de la difunta y el presunto asesino enchironado entre esos insultos y esos empujones que tan alegremente muestran las cámaras de televisión, para que tomemos ejemplo.
La noticia no habría tenido más chicha, les digo, si no fuera porque, en mi caso y por mi parte, había escrito hace unos meses un relato de Torre ("El último suspiro", publicado en el Artifex especial Hispacón 2004), donde el punto de partida era más o menos eso: al empezar una obra, descubren los inevitables huesos esperando, sólo que en este caso no eran huesos antiguos, sino recientes. Ya pueden imaginar ustedes el cachondeo de los amiguetes a costa de mis supuestas (y ya comentadas por aquí) habilidades prescientes.
Como Cádiz es chico y aquí todo se rumorea y se habla, el escándalo ha sido mayúsculo (morrocotudo, que decían en los tebeos de Ibáñez): señora que lleva desaparecida doce años, familia fragmentada en mil pedazos donde se cruzan acusaciones de todo tipo, estancias en la cárcel, drogadicciones, condenas. Y de pronto el soplo o la investigación que resucita (no pun intended) un caso archivado, y la poli que se planta en la casa abandonada por la señora y encuentra, en un patio, un saco de huesos. La noticia corre como la pólvora, las teles y los diarios nacionales se hacen eco. Ya tenemos un estrangulador de Yorkshire pero en gaditano y en la Barriada de la Paz. Los intrépidos reporteros reconstruyen el crimen, desentierran (no pun intended once more) las rencillas familiares, están a pique de que las facciones enfrentadas se saquen los ojos. Y la policía detiene al agresor. La que te va a caer, macho, piensa la sociedad biempensante. Un caso de malos tratos llevado al límite; la maté porque era mía y la repello en la pared del patinillo, que no tengo coche para dejarla tirada en un descampado ni en las obras de remodelación del estadio Carranza (que eso pasa, por cierto, en la segunda novela de Torre).
Y al final resulta que no, que no estaba muerta (que sepamos, a lo peor sí), sino que lo mismo sigue la buena mujer tomando caño lerén. Porque los huesos encontrados en la casa (en el patio particular de la casa) resulta que no son de ser humano del sexo femenino, ni masculino tampoco, sino de perro. Y la poli se la envaina. Y los forenses sonríen de oreja a oreja. Y las familias se dan el achuchón y dicen aquí paz y luego gloria. Y el sospechoso es puesto en libertad sin cargos, menos mal. Y los periodistas miran para otro lado y los inventores de argumentos imagino que, con eso de que escribir en prensa trae consigo su saldo de papel mojado, pasan a otra cosa mariposa. Yo, por mi parte, me quedo más tranquilo, que tampoco me hace mucha gracia ir de médium por la vida, y ya puestos, si lo voy, que sea para que a mí y a mis amigos nos toque una primitiva.
Pero, claro, uno es escritor de cosas variadas (y bastante raritas, vale). Y la imaginación me puede. Y nota los flecos en toda esta historia. Si la mujer no está muerta, como parece, ¿quién da el soplo a la policía para que abran la investigación?, ¿quién está enterado de antemano de que en el patio hay enterrados unos huesos, aunque sean huesos de perro cuyos ojos cualquiera sabe si fueron de color azul? La lógica me dice que tuvo que ser la misma persona que colocó los huesos, ¿no? Una persona que quería implicar ex-profeso al ex-esposo y turbar la paz familiar (esto es un decir, claro, all pun intended). La poli aprende de sus errores e imagino que ahora estarán siguiendo otras pistas, pero sin alborotos ni llamar la atención de la prensa, por aquello de no liarla otra vez, que además del susto a la familia, menudo retrato de la misma ha dado al mundo, hasta miedo da reconocer que el neorrealismo y el naturalismo conviven al ladito del mundo consumista, a dos calles más pallá del Corte Inglés.
Y de todo, todo, me queda la deducción que yo me hago: quien colocó los huesos de perro por implicar al otro no veía CSI. Y la policía que tan rápidamente enchiqueró al supuesto culpable, por los visto, tampoco.
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