Estamos viendo en clase, a toda máquina y tratando de llegar al siglo veinte antes de que acabe el curso (que acaba el día 20), el romanticismo. El romanticismo de verdad: el inglés. O sea, Lord Byron, y Shelley, y Keats, sobre todo. Muy de pasada, ya digo. Y la reflexión de Mary Shelley y su Frankenstein.
Me gusta hacer de abogado del diablo. Me gusta pinchar a los chavales y sacarlos de sus casillas neocon (o de sus casillas neorrevo). O sea, que no me corto un pelo defendiendo A para al ratito defender Z. Lo mismo les convenzo durante media hora de la inutilidad de la utopía como les alabo la necesidad constante de buscarla la otra media: el caso es hacerlos pensar... y que me enseñen a su vez cómo piensan. Y esta semana, hablando de la criatura y Victor von, de la doble rebelión contra la divinidad que supone el libro, les pedí (después de explicarles la novela con esta labia que Dios me ha dado; sé que ya es mucho pedir que se lean el libro --en lengua española leen a Baroja, guau--, o que vean aunque sea la peli de Branagh), que me buscaran un paralelo entre lo que se cuenta en el libro y la vida de hoy (un inciso para aclararles a ustedes, modo rimbombante on, que el objetivo general de la asignatura, que me he inventado yo solito --el objetivo y casi casi la manera de abordarla-- es acercarles a sus vivencias los grandes temas y los grandes clásicos de la literatura universal de todos los tiempos: más importante la reflexión en sí, a veces, que las obras mismas).
En efecto, los avispados de turno siempre ponen el ejemplo que empareja a la criatura de Frankenstein con los clones. Y ya ahí nos vamos por los cerros de Úbeda. Y me divierte enormemente, ya les digo, escandalizarlos.
Porque, verán, no es que yo sea un visionario, ni duermo ni dejo de dormir por ciertas cosas. Pero pienso, como bien dijo Pedro Jorge Romero en la interesante charla sobre el futuro que nos obsequió en Mataró, que si algo puede hacerse, se va a hacer, independientemente de las cortapisas y las moralinas y las prohibiciones que los estamentos sociales más ¿conservadores? ¿inmovilistas? ¿tradicionales? puedan pensar. Con dinero (y fortunas privadas sobran, y si no ahí están los trusts) se llega a cualquier parte. Imaginen ustedes la cara de dos grupitos de treinta pre-universitarios defendiendo con ojos redondos la inmoralidad de traer un clon al mundo (o sea, un hijo, que ahí quería yo llegar con el ejemplo) para utilizarlo, para que no tuviera posibilidades de desarrollar su potencial, para que fuera parte de un engranaje en una sociedad que les niega la libertad.
Ah, la palabra mágica, la libertad. Mis alumnos del primer mundo creen que son libres y que la sociedad está bien como está. Que todo ha sido bien pensado y llevado a la práctica. Que podrán desarrollar su potencial y ser lo que quieran en la vida. Porque, sencillamente, viven en una capa social que les da lo que se les antoja. Para ellos no existen los precios. No saben de ghettos, de estigmas sociales, de los jóvenes como ellos que ya son más viejos de lo viejos que ellos mismos son. No quieren saber que hay gente que es carne de horca y de cárcel desde que nace, que muere con el vientre hinchado y la boca llena de moscas, que se mata defendiendo causas que no nos importan a ninguno y que pierde siempre cualquier guerra en la que se enzarce.
Me divertí, lo reconozco, con el debate. Pero en el fondo me quedó (imagino que como a ellos, enfrentados a la realidad de esta vida que se empeñan en creer perfecta) un regusto agrio. Así nos va, claro. Nos empecinamos en salvar futuros que no existen y descuidamos todas las cosas que existen, torcidas, en el presente.
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