Lo confieso: quizá como alguno de ustedes, he desarrollado un cristal que va mucho más allá del trinitón que me aísla de lo que veo en la pantalla de la tele y lo que suelo estar haciendo en el comedor de mi casa. Imagino que será defensa propia, pero acaba uno por acostumbrarse a noticias de bombas y batallas, accidentes y desastres naturales, y las ve como con un solo ojo, mientras almuerza, cena o lee, y le causa la más de las veces el mismo impacto emocional que si viera una película de ficción y no un retrato de lo que le ocurre a los demás: a fin de cuentas, la manera de no querer admitir que también me podría ocurrir a mí y a los que quiero. Hay, sin embargo, una noticia que no por menos repetida deja de resultarme dolorosa. Se prodiga tanto que ya no tendría que hacerme mella, pero no puedo evitarlo: me conmueve.
Me refiero a esa epopeya moderna que a nosotros nos ha tocado vivir al otro lado de las alambradas: la aventura de las pateras y su saldo de muertos y de ahogados, de pecios humanos que llegan a nuestras orillas con los ojos llenos de esperanza y de miedo, un móvil a punto, tal vez, la ilusión de una carrera hacia la nada en cuanto dejen de temblar las piernas. O, simplemente, ese cristal afilado que es la realidad a la que muchas veces se enfrentan, el espejo que los rebota al punto de inicio, invalidando ese asalto al paraíso que han pretendido desde su infierno, que para nosotros está a la vez tan lejos y tan cerca. Inmersos en una sociedad cómoda, donde el ocio de nuestros hijos son los videojuegos, no queremos ver, no reconocemos, que hay gente que vive su vida como si en efecto fuera un videojuego, pero con una sola vida irrepetible y apostada al todo o nada: un trágico juego de la oca donde las dos opciones clásicas (“Vaya a la cárcel”, “Vaya a la casilla de salida”), se complican con esa otra casilla negra, la de la calavera y las tibias, que asomaba siempre justo antes del premio final. Se gana todo o se pierde igualmente: no hay término medio.
Los veo en las imágenes y veo que son niños, o que han dejado de serlo hace muy poco: se les nota todavía en la mirada, en el temblor de los labios, en los estertores de sus cuerpos. O se nota en esos bultos, a veces grandes, a veces pequeñitos, que pronto retiran de las playas, para ocultar la enorme culpa que pagamos entre todos, ese dolor enorme de no saber cómo solucionar ni su hambre ni sus miedos.
Ya no recordamos que un día nosotros también fuimos así. Que vinimos en otras pateras, arrastrando los pies por otros caminos, y que dejamos en el polvo de las encrucijadas muertos cercanos que ya hemos olvidado. Nos da vergüenza reconocerlo, pero todavía nosotros (y más en una ciudad como la nuestra, cada vez más vacía, cada vez con menos gaditanos nuevos) seguimos siendo carne de emigración, no tan traumática tal vez. Todos venimos del mismo lugar. Todos queremos las mismas cosas simples, elementales, necesarias. Nos guste o no nos guste, nadie tiene la patente de los sueños. ¿Quién pone coto a sus intentos? ¿Quién tiene derecho a hacerlo? Nos guste o no nos guste, ellos serán los españoles del futuro; son, en gran medida, los españoles de ahora mismo, los que hacen los trabajos que nosotros ya no queremos, los que traen una sangre nueva y el valor necesario para enfrentarse con toda la intransigencia y toda la intolerancia que han hecho de nosotros gente cómoda.
Seguirán viniendo y seguiremos cazándolos, o les darán la palmadita, o los devolverán a esa casa que no tienen, o los enterrarán en una tumba sin marcas, o ni siquiera encontrarán sus cuerpos. Como con otras tantas noticias sobrecogedoras, quizá ustedes y yo mismo seguiremos zappeando, entre anuncios de coches caros y programitas de escándalos. Desde los infiernos donde viven, ellos, que son como un día fuimos, continúan creyendo que el cielo está justo donde vivimos y no miramos nosotros.
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