Les comentaba que estuve invitado el otro día al taller literario que, en Chiclana, lleva el amigo Miguel Angel García Argüez. O sea, que me vi allí convertido en centro de atención de una docena larga de personas, lectores y aspirantes a escritores, o escritores directamente, y me sentí un mucho reinona por una hora, porque uno se sigue viendo a sí mismo como aquel chavalito que, en el 77, escribía cuentos cortos y removía las entrañas del aburrimiento cultural de su ciudad natal, que sigue siendo la misma ciudad en la que vive, y de pronto se da cuenta, por como te miran los que tienen de verdad la edad que yo tenía entonces (o, como el otro día, que me sobrepasan en treinta años; era un grupo variopinto e interesante), que ya no soy, ni en el recuerdo, aquel chavalito, sino un señor madurito y ni siquiera interesante que tiene detrás una obra publicada que, aunque a mí me sigue pareciendo insignificante y poco numerosa, sorprende a quien lo lee.
Me comentaba Migue (no, no me he saltado la ele) que cómo tenía yo tiempo de escribir tanto. Es una pregunta que me hacen de continuo, y a mí, sinceramente, me sorprende. Porque sigo teniendo la impresión de que no escribo lo que debiera, el tiempo que debiera, la obra que tendría que escribir. Porque soy, ay, eso que el maestro Umbral desprecia y con razón: un escritor a tiempo parcial. Me consumen las horas los muchos trabajos en los que me embarco, las clases, las lecturas, sobre todo las traducciones. Y se me van acumulando atrás los años, o se me van restando de delante, y hay equis historias que no cuento, que sé que no me va a dar tiempo de contar nunca, porque el momento de escribirlas pasó, o porque el esfuerzo de escribirlas (por la documentación, por ejemplo) necesitaría que me dedicara a eso en cuerpo y alma en vez de como me dedico ahora, que es a cuartas partes, a medias tintas, a salto de mata y teniendo en cuenta que no vivo de lo que escribo y que sé que no voy a vivir de eso nunca.
En ese encuentro, del que dicen salí por la puerta grande (cosa que no tiene mérito, porque mi principal profesión, lo saben ustedes, consiste en tirarme seis horas al día hablando), me queda la satisfacción de ver que todavía hay gente con afán guerrillero, con amor a los libros y las palabras. Hablamos no tanto de cómo uno se plantea el oficio de escribir (al que ya le hemos dedicado aquí un par de reflexiones), sino del anecdotario de algunos de los relatos que habían leído para la ocasión. Lo bueno que tiene conocer a gente nueva, lo digo siempre, es que puedes repetir los viejos chistes de costumbre y quedas la mar de bien. Si además, como era el ejemplo el otro día, se consigue despertar un poquito de curiosidad hacia lo que uno escribe, better than better.
Imagino que, aparte del buen ratito que pasamos todos (a mí se me hizo cortísimo, y fueron dos horas), ninguno de los presentes habrá tenido la osadía de creer a pies juntillas las pocas reflexiones a vuelapluma que, entre boutade y boutade, pude haber soltado allí. Es decir, quiero creer que tendrán el buen tino de no considerar verdades absolutas lo que no puede ser considerado más que mi propia forma de abordar la literatura, recetas que sólo sirven para mí, caminos que trillo yo y que, para hacer propios, tendrán que trillar de manera distinta todos ellos.
Quedamos en la promesa de que fuera otro día a continuar la charla y el contacto, cosa que haré de mil amores, porque, insisto, me pareció un grupo entrañable y encantador. Este miércoles repito la experiencia, más o menos, con un grupo de chavales de bachillerato de un instituto de Cádiz.
Lo dicho: que me estoy volviendo reinona. Y, cachilimóchiles, no quiero. No quiero.
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