Todos los mitos caen. No sé si lo recuerdan ustedes, de su infancia propia o la de sus hijos. Hace un montón de años, coleguita de Epi, Blas, SuperCoco, la rana Gustavo y los demás muñecos de peluche de Barrio Sésamo. Enseñaba a contar a los niños, acababa con la paciencia de sus compañeros y provocaba carcajadas tanto en la chiquillería como en los que ya éramos mayorcitos: Triki, el monstruo de las galletas, aquella masa peluda de ojos bamboleantes que, en cuanto alguien decía el número de marras, zas, al grito de “¡Galleta, galleta!” acababa con todo lo que se le ponía a tiro.
Ahora resulta que han decidido que Triki ya no coma más galletas. Van a ponerle una dieta sana con mucha verdurita y mucha carne a la plancha. En los Estados Unidos de América, de momento y hasta que lo imitemos como nos da por copiarlo todo, porque aquí aquella pandilla que nos enseñaba los números, los colores y conceptos tan difíciles de comprender como “dentro” y “fuera” ya no se ve más que en videos coleccionables: también ellos son víctimas de la Logse. El monstruo de las galletas, igual que un adicto cualquiera, lo está dejando. Como si, de entrada, comer galletas fuera malo (los que observábamos con atención sus movimientos nos dábamos cuenta ya entonces de que, en su ansia, se le caían todas por el hueco de la bocaza). Pero vivimos en la época de lo políticamente correcto, de lo metrosocial y lo light y nada de exceso (siempre que no sean excesos verbales y/o visuales de los políticos, que esos dicen barbaridades y les importa un caneco encender el polvorín donde luego nos sientan a todos), y al parecer el trauma de moda es que los niños están gordos. Y la solución es que Triki, nuestro amigo desde hace treinta años, se convierta en cabeza de turco y deje de comer galletas. Para que los niños lo imiten y hagan lo mismo, imagino que será la campaña.
Tiene peligro la cosa, desde luego. Porque llevamos ni se sabe cuántas décadas vendiéndole a los críos el telefilme de que lo que ellos comen tiene que traer al lado un dinosaurio o un pokemon, asumir formas estrambóticas, ser de colores fufú y diferenciarse poco de los abalorios que en el paseo marítimo venden los hippies, sin que a nadie le importe distinguir que una cosa es la comida-comida y otra son las chuches. Excepto algún restaurante avispado que sirve menús infantiles como deben de ser, prueben ustedes a llevar a sus hijos a comer a la calle y verán lo difícil que es que salgan de la sota-caballo-y-rey de la pizza, la hamburguesa o el perrito. En casa, para sofoco de las madres, la batalla contra las verduras está perdida de antemano. En los comedores escolares (me lo cuentan mis propios hijos), por mucho que se calienten los cascos para que la dieta sea equilibrada, en cuanto la comida es verde o de cuchara, ya se las apañan los niños para esconderla en la escuadra debajo de la mesa (“trincar la comida”, le llaman a eso). Luego se quitan el hambre a base de gusanitos y otros plásticos con sabor a queso. Y, claro, engordan. Y un niño gordo, nos venden ahora, es un niño feo.
Lo cual nos lleva de cabeza al otro problema: proyectar en los niños las frustraciones de los mayores, querer por fuerza que con siete años tengan un cuerpo danone, meterles en la cabeza que la belleza está por fuera y que se machaquen en un gimnasio no vaya a ser que de mayores no quepan en la talla treinta y seis. Es un peligro, y además en unas edades donde se es casi tan cruel como de adulto, y donde no se suelen tener las defensas sociales (las disonancias) que tenemos los adultos.
Pobre Triki: espero de todo corazón que no acabes comiendo galletas a escondidas y purgándote después en los lavabos del estudio entre toma y toma. La sociedad de hoy prefiere que los niños estén delgaditos a que sepan sumar y restar. Así, cuando todos sean iguales de frente y de perfil, podrán irse a vivir a un minipiso de treinta metros cuadrados. Y además, alquilado.
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