A raíz del artículo Escribiendo, publicado aquí hace unas semanas, son varios los amigos que se han puesto en contacto conmigo, en privado, para contarme sus dudas a la hora de enfrentarse a la creación de un relato, una novela o un guión de historieta. Lo primero que me sorprende, claro, es que se fíen de mi experiencia (normalmente la experiencia ajena, lo sé por experiencia, no sirve de nada: nadie escarmienta en cabeza ajena), y lo segundo es que, por una norma de cortesía elemental, he tenido que devanarme los sesos para responder a sus interrogantes, en ocasiones intentando aclarar cosas que no es que no tenga claras: es que no me las he planteado nunca siquiera. Es, salvando las distancias, igual que cuando te hacen una entrevista y te obligan a aclarar, in situ y sobre la marcha, cosas sobre las que tú no te habías puesto a pensar de motu propio nunca. No sé qué habrá servido mi experiencia para esos amigos escritores en ciernes. Al menos me dan las gracias, aunque no tengo yo muy claro, insisto, en que lo que yo hago y escribo le sirva a otro para algo.
Porque, verán, yo no he escrito dos novelas iguales, ni dos cuentos iguales. Y con eso no me refiero al estilo, que siempre he procurado que se adapte a cada historia, como les decía, sino al método empleado en cada una de ellas. Hay ocasiones en que he sabido desde siempre cómo iba a escribir lo que iba a escribir, dónde iba a colocar cada capítulo, cada figura literaria, cada personaje, cada frase lapidaria: hasta esquemas me hice en su momento de Lágrimas de luz, por ejemplo. Hay otros libros donde, por miedo a perderme de su música (La leyenda del Navegante, mismamente) escribí a mano las cien y pico primeras páginas, por hacerme a la idea de que la redactaba poquito a poco, mojando la pluma en un tintero invisible (y, para colmo, me dio por escribirla luego a máquina con tinta azul, el azul del mar y de este post: como la cinta se me gastó pronto, tuve que pasar cada línea dos veces, de ahí que acabara por aprenderme párrafos enteritos de memoria). Luego ha habido libros que se hacen poco a poco, en su misma estructura: se parte de una base general (Mundo de Dioses), y a medida que va refinando uno los personajes se encuentra también la forma de contar la historia y hallarle la forma a la novela. Y luego hay libros que se improvisan sobre la marcha prácticamente: las dos novelas de Torre, donde el hilo de los vericuetos sociales y mentales de los personajes y el habla peculiar en la que están redactadas las historias (dos hablas distintas en el caso de la segunda novela, aún inédita, ay) me iba tirando de la historia, con la consecuente sorpresa que provoca el descubrir que, al final del libro, todo encaja y el caso más o menos policiaco se resuelve.
Otro tanto pasa con los relatos. Hay relatos donde uno se despacha a gusto y los redacta en una tarde: es el caso de "Una canica en la palmera", por ejemplo. Y hay otros relatos donde uno tarda media vida: "Ora pro Nobis, llena eres de gracia", "Este es mi cuerpo". Hay historias que se van haciendo a partir de la información, es decir, de la historia: "La sed de las panteras". Historias que se terminan sin tener un título definido hasta casi el final o después del mismo final (Lágrimas de luz), o historias que tienen un título antes de tener clara cómo va a ser la historia (Elemental, querido Chaplin). Hay historias que no existen hasta que no existe el título, que además consigue que todo encaje (La piel que te hice en el aire). Y luego, claro, está la magia que hay detrás de todo esto, cuando ves cómo se hilan cosas por sí solas sin que tú hayas intervenido voluntariamente.
Es un proceso de prueba y error, me temo. O un proceso que te marca la propia naturaleza anárquica de mi persona, o la necesidad de la historia. He hablado muchas veces de este tema y, por ejemplo, Angel Torres Quesada escribe de manera completamente opuesta a mí, sin un guión previo, improvisando y divirtiéndose sobre la marcha, dando menos importancia que yo a la voz y la forma. Sin embargo, alguien cuyo estilo se asemeja algo al mío (o que parte de donde también parto yo), Félix J. Palma, y también lo hemos hablado, se plantea la redacción de sus historias, el oficio de escribir sus historias, de una manera que no comprendo ni tampoco comparto. Cada uno es como es, y no vayamos a hablar ahora de los amigos que cultivan la poesía, que es para mí un misterio: ¿Cómo se escribe un poema? ¿De un tirón? ¿A salto de mata? ¿Se tardan meses en escribir? ¿Años? ¿Cómo se sabe cuándo está terminado un poema?
Cada escritor es un mundo, les decía. Uno empieza a ser perro viejo y, sí, domina recursos y conoce el oficio. Ahora mismo, por ejemplo, no me apetece escribir capítulos larguísimos, de veinte o treinta páginas seguidas, porque sé que agotan al lector (me planteo, en el caso de reeditar algún día mi trilogía-que-no-es, acortar la extensión de cada capítulo, no los capítulos en sí). Aunque el acto de redactar es cada vez, quizás, más inmediato (es decir, se piensa uno menos qué va a poner en la pantallita), por la naturaleza diferente de las historias que uno hace, la documentación de la que me sirvo empieza a resultar cada vez más preocupante: docenas de libros, de los que a lo mejor apenas aprovecharé un par de líneas. Pero serán líneas indispensables.
La experiencia de cada cual, por tanto, es de cada cual solo. Cada uno nada, baila, hace el amor o escribe como buenamente puede o sabe. Y, sí, comprendo la curiosidad que alguien pueda tener por cómo se escriben historias, pero al fin y al cabo las soluciones solo las puede encontrar el escritor mismo, con tesón, y con paciencia.
Viene esto a cuento porque mañana Miguel Angel García Argüez me invita a su taller literario, donde han leído alguno de mis relatos, y me imagino que me harán preguntas sobre su génesis y sobre lo que he querido contar más allá de lo que cuento con ellos. Curiosidad bien sana, sin duda. A ver qué les cuento. Ya les cuento.
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Categorías: Literatura