Tradicionalmente nos han vendido la moto de que la ciencia ficción, en cine y televisión, tiene que ser algo trepidante, con muchos tiros y explosiones y unos malos muy malos y unos buenos inmediatamente reconocibles, por inmaculados y mantenedores del establishment. Eso era antes. Si en el largo episodio partido que conforma el piloto de la acertada revampirización de la añeja Battlestar Galactica se nos mostraba de manera inusitadamente cruda el genocidio de la raza humana por parte de su creación, los cylons, en los trece episodios que componen la primera temporada se incide en explorar el éxodo humano en busca de la Tierra y, sobre todo, en alimentar un inquietante sentido de la paranoia.
La premisa de la historia, la hemos comentado antes, mezcla sabiamente la trama de la serie original y la vira hacia Blade Runner. Aquí, ahora, los cylons no son sólo robots cromados sino que, algunos de ellos (¿una subespecialización, una casta aparte, una invención conveniente, un paso adelante?) no se diferencian de los seres humanos más que en puede haber muchos modelos de un mismo carácter (es difícil emplear la palabra "individuo", aunque alguno de ellos claramente lo sea o busque serlo). Como esos cylons están repartidos por la acción y las galaxias, en muchos casos son durmientes que ni siquiera saben cuál es su verdadera naturaleza hasta que haga falta activarlos, y de momento el único modo de identificarlos pasa por un análisis tan lento que, para controlar la flota humana en plena huida se tardarán más de sesenta años, tenemos como plato fuerte de la serie el juego continuo de miradas y recelos sobre cuál de todos los personajes (estrella invitada o miembro del casting regular, da lo mismo) es un cylon y, si lo es, dónde ha ido a parar el ser humano original, si es que alguna vez existió.
El ritmo de esta primera temporada es moroso, como ya lo fueran los dos capítulos de presentación: la iluminación, la magnífica música, la fotografía, los movimientos de esa cámara que nunca se está quieta. Las tensiones entre los personajes se multiplican, y tal parece que no pueda existir un final feliz para los humanos... aunque sí para los cylons. Las misteriosas conversaciones entre ese bellezón que es Número 6 y el alucinado, débil, atormentado y maniáticamente sexuado Gaius Baltar nos repiten una y otra vez que los cylons tienen un plan, que obedecen o buscan a Dios, que tienen alma y no software. Los cylons, en síntesis, no se nos muestran como villanos de opereta, sino como misteriosos agentes del caos, y el espectador (o al menos este espectador) no puede más que simpatizar con ellos. El terrible episodio en que Starbuck, en un interrogatorio, tortura hasta lo indecible a uno de esos cylones (que reciben el mote de tostadoras) produce la desasosegante impresión de algo ya visto en telediarios no demasiado lejanos. Y, sí, por terrible que pueda ser el robot y su dominio de la verdad y la mentira, su explotación de la duda, uno acaba por ponerse de su parte.
Junto con ese recelo al infiltrado (que, heredero de la caza de brujas, mira hacia adentro de nosotros mismos, y no hacia afuera), la serie nos narra el día a día de unos refugiados y sus problemas: la falta de agua para mantener la flota, la falta de combustible, la escasez de pilotos que puedan defenderlos a todos. Y, sobre todo, el problema de mantener unas instituciones democráticas que, por la situación especial en la que todos sobreviven, ya no pueden serlo. En ese sentido, es muy jugosa la recuperación de Richard Hatch (que interpretara a Apolo en la serie original) convertido en preso político, un ex-pensador y ex-terrorista (¿ex?) que, como no podía ser menos, plantea que las medidas tomadas por la presidenta Roslyn no son las adecuadas para el momento. En el fondo, y como nos demuestra el último episodio de la temporada, tampoco hay mucha diferencia entre ese extremista y el comandante Adama, quien en su misión de proteger a los suyos no duda en plantearse una y otra vez un golpe de estado que arrebate al poder civil las tomas de decisión.
La serie, ahora que ya se le ha concedido una segunda temporada de 22 episodios, tiene múltiples vías que ir recorriendo: sus personajes son suficientemente ambiguos y la presentación de los posibles cylons ha sido calculada de manera perfecta para que los guionistas puedan salir por donde quieran. Hemos visto, en series anteriores, cómo la primera y hasta la segunda temporadas son el precalentamiento de cosas que pueden hacerse luego. El truco de retardar la acción y darle el empujón definitivo en los dos últimos episodios del arco indica por dónde podrían seguir los derroteros de la serie, y también alerta de que las tramas deben de empezar a anudarse en algún momento. Después de Babylon-5, o de Buffy, o de Angel, hemos aprendido que no hay vuelta atrás: los cambios se asimilan y se sigue adelante, y no hay que tener miedo a provocar inversiones de status quo, sino todo lo contrario: ésa es la gracia de la narración.
Estaremos atentos a la segunda temporada de la serie. No digo nada, ya lo saben ustedes, de la posibilidad de que alguna vez la pasen por nuestras teles.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia