Me perdonarán ustedes que por hoy no les hable como intrépido tribulete sino como atribulado docente, pero uno vive mayormente de la profesión que vive, y le fastidia un mucho ver cómo año tras año y curso tras curso todo el entorno se va empobreciendo, de cabeza al desastre (pero, eso sí, bailando). Ya tenemos aquí de nuevo un proyecto de ley educativa que desdice lo dicho anteriormente pero no desdice parte de los desdicho, y es capaz a la vez de marear la perdiz haciendo creer que esto va a ser jauja, sin que quede muy claro cómo va a lograrse, y sin que se parta nunca de una base primordial en esto de la educación, y es que los educandos (o sea, sus hijos y los míos) tienen también que hincar un poquitín los codos y no ser tratados como si fueran tontitos del haba que pueden traumatizarse para los restos por un quítame allá estos ocho suspensos.
Que la Logse era y es un fracaso creo que no lo duda nadie. Que la anunciada y suspendida reforma de la reforma iba por el mismo camino (¡una reválida de bachillerato a esas alturas!) tampoco. Y ahora nos venden el cuatro por tres, enmascarando de “libertad de decisión” de los claustros lo que viene a ser el mismo coladero de siempre y negando la lógica necesidad de repetir curso cuando se tienen más de dos suspensos. Pero vamos a ver, hombres (y mujeres) de Dios: ¿tan terrible es que un niño (o una niña) repitan curso? ¿Es más importante que pierda de vista a sus amiguitos seis horas al día a que no aprenda en la vida a sumar quebrados o a entender lo que lee y escribe? ¿Por qué se les acaba a todos ustedes el mundo, señores políticos de la cosa, y pretenden igualar a todos los chavales (y chavalas) por la mínima? ¿No han oído nunca esa terrible expresión, analfabetos funcionales, que con esta manera de encarar esta necesidad básica que es la educación, estamos creando? ¿Por qué camuflan el fracaso escolar recurriendo sólo a las estadísticas de quién termina o no termina un ciclo o un curso?
Hay cosas que son de perogrullo y sin embargo nadie las acepta, porque no les conviene aceptarlas. Si de ocho o nueve asignaturas un chaval suspende cuatro o cinco, está claro que algo ha fallado en el proceso, y que la única manera de reparar esa carencia, por suerte o por desgracia, es dedicarle tiempo (tanto el alumno, como el profesorado, como las familias), no sobrecargando de trabajo al chiquillo regalándole otras nueve o diez asignaturas más las que ya lleva mal sobre las espaldas. Existe además el efecto contagioso en el resto del alumnado: si Periquito López ve que a Fulanito Pí se le pasa de curso sin que haya dado un palo al agua, al año siguiente o al otro, en cuanto las feromonas digan aquí estoy, Periquito López se dedicará también al dolce far niente. Y suma y sigue.
Entre los políticos de todo signo parece que aquí el único problema es el de religión sí o religión no; quizá porque ellos mismos confunden educación con adoctrinamiento. Es una cortina de humo muy socorrida. Nadie parece preocuparse por consultar con los profesores de a pie, que son los últimos micos en estas historias: imaginen ustedes una operación a corazón abierto donde se le consulta a la señora que limpia el quirófano. Pues aquí lo mismo. El colectivo profesoril, además, está astutamente dividido en profesionales tipo A y profesionales tipo B, o sea, los que trabajan para la enseñanza pública y los que trabajan para la privada (que es, en grandísima medida, privada concertada: o sea, instalaciones que ya existen y por las que el estado se debe ahorrar unos buenos milloncejos). Sambenitos de vacaciones aparte, recordemos que el estamento docente debe ser uno de los pocos colectivos mundiales donde se cobra menos en lo privado que en lo público por desempeñar la misma tarea.
En toda esta historia de reformas, contrarreformas, recontrarreformas y repellados, uno siempre tiene la impresión de que los pedagogos pasan de los profesores y los profesores recelan de los pedagogos. Ahora, ya ven ustedes, se quita la propuesta de reválida en segundo de bachillerato… pero se propugnan dos sendos exámenes en la primaria, y nadie piensa que lo mismo sería conveniente que los críos más pequeños no tuvieran dos años seguidos al mismo maestro o la misma maestra, porque si no hay entendimiento mutuo, a esas edades, ese tiempo es prácticamente toda la vida. Unas asignaturas suben, otras bajan, los bachilleratos se fusionan y se deshacen, lo mismo examinamos en septiembre que al día siguiente de haber suspendido el curso en junio, nos venden la falacia de la gratuidad de los libros de texto… Siguen creyendo que la educación es como una declaración de hacienda, que cambia año tras año, sin darse cuenta, unos y otros, que cuando se puede meter cuchara y arreglar algo ya es a toro pasado.
Una de las soluciones a todo esto la dio Napoleón, que ni era maestro ni pedagogo ni nada: “Las guerras se ganan con tres cosas: dinero, dinero y dinero”. La otra solución es que la sociedad asuma de una vez que la educación no termina en las aulas, sino que tiene que seguir en la familia, en el ocio, en la política.
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