Ando todavía despistado, tanteando así con la mano como Jodie Foster a punto de pegarle el tiro de chamba a Buffalo Bill, no sé si recuerdan. Como el prisionero del romance del prisionero, mismamente: Ni sé cuándo es de día ni cuándo las noches son. Y como ya no hay avecillas que me canten al albor tengo que fiarme del despertador, que es electrónico, japonés, de numeritos en vez de manecillas (dígitos, que les dicen), y sólo falla justo el día en que no tiene que fallar, que para eso la ley de Murphy existe para lo que existe.
Y es que para estas cosas uno es de arranque lento, y no se acostumbra a que, justo cuando clareaba al toque del despertador, ahora resulta que hoy vuelve a estar oscuro porque nos han cambiado otra vez la hora. El día de ayer (y el último domingo de octubre, cuando nos obliguen a dar marcha atrás, por más que nos lo desaconseje en la tele la señorita Lorena Berdún) es un caos de gente despistada, que no sabe si es la hora de comer o si va con retraso o adelanto, si se le pasa el arroz o no les llega, si merendar tardecito o cenar pronto. Una guasa. Y todos así como miopes, dándose prisa, ayer por ejemplo, porque no sabe si se acordarán o no de sacar la procesión a su hora, o si lo harán a la hora que ya no es, pero que anteayer mismo sí que era.
Me pone de los nervios este cambio. No es que uno quiera que le devuelvan esos minutos como protestaron por aquellos diez días que Gregorio XIII les birló en 1582 a nuestros antepasados, pero la sensación de desconcierto ante un tiempo escamoteado es casi la misma. ¿Dónde ha ido esa hora de mi vida? ¿Por qué tengo que recuperarla dentro de siete meses, y a lo peor durmiendo? Uno acaba pareciendo Juanito Valderrama buscando su peseta, pero en sesenta minutos que invierten por nosotros, sin consultarnos, como si el tiempo fuera una entelequia que no cuenta. Y cuenta, claro.
Dicen que con esto se ahorra un pastón. En luz eléctrica. Nada menos que seis euros por familia. Yo, qué quieren que les diga, no me creo nada. Que ahora resulta que gasta más la luz del salón que el ordenador, la tele, el video, el dvd, la radio, la vitrocerámica, la lavadora, el microondas, el lavavajillas, la vaporetta, la turmix, las playstations y demás electrodomésticos que sí siguen funcionando (¿ustedes desenchufan el frigorífico porque hay una hora más de luz, verdad que no?), vamos, que por nosotros que no se tomen la molestia. Y las fábricas y las farolas y todo lo demás, me temo que el mismito tiempo, minuto arriba o abajo, estarán funcionando.
Que sí, vale. Que se ahorrarán mucho en Europa, donde dan volteretas por tal de que asome el Lorenzo. Pero aquí abajito, como que no merece la pena. Y dicen que lo que nos gastamos en medicinas para combatir ese estrés postraumático de ver tanta luz de sopetón y de depresiones primaverales y de dispepsias acumuladas viene a ser lo comido por lo servido. Todo ese medicinaje, además, no lo pasa la Seguridad Social, que para eso nos vamos pareciendo cada vez más a América.
Pues aquí me tienen. Dentro de un par de días, cuando me aclimate, agradeceré tener las tardecitas libres para poder pasear y disfrutar de un ratito de sol. Pero cada mañana me deprimirá ir a oscuras otra vez al trabajo. Por seis euros. Antes, cuando era más jovencito y por tanto más romántico, me gustaba que a las siete de la tarde fuera ya de noche cerrada. Ahora, que soy menos jovencito y por tanto más pragmático, me gusta que a las diez de la noche todavía esté a tiempo de asomarme a la playa a ver posarse el sol sobre la línea del agua. Si tenemos en cuenta que ahora pasamos siete meses con dos horas de adelanto sobre el sol y apenas cinco con una horita nada más, yo estoy por dar los seis euros (total, impuesto más, impuesto menos) y que en octubre no nos vuelvan a descambiar la hora.
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