Les cuento: el problema que tiene escribir un libro es encontrarle la música. De siempre he querido que cada historia se contara no de una buena manera, sino de la única manera posible, de la manera en que sólo se podía contar esa historia. Durante mucho tiempo, mis primeros relatos y novelas, usé la narración en primera persona que me permitía meterme dentro de la piel del personaje, camuflarme dentro de él y hacerle en ocasiones hablar por mí; una estrategia que a veces tiene sus cosas buenas (te permite crear personalidades más redondas) pero que obliga a una cierta linealidad narrativa, a un solo punto de vista (a menos que, claro, seas capaz de conseguir que el personaje diga a la vez la verdad y mienta). Desde hace unas cuantas novelas, estoy escribiendo desde fuera, esto es, en tercera persona, en narrador universal, que me permite montar el libro como si fuera una película, escamoteando escenas, cambiando de ritmo y de centro de la acción. Salen novelas más divertidas para el lector, me parece, y quizá sean más sencillas de escribir, porque uno puede entrar y salir de situación y no es tan grande, o eso se me antoja, el riesgo de perder de vista la expresión del personaje, su forma de ver el mundo y la historia que nos narra, el tempo de su narración, eso que más arriba he definido como la música de la historia.
El narrador universal puede permitirse el lujo de tener altibajos, de utilizar trucos narrativos, de empezar in media res y terminar cada capítulo en cliffhanger. Con la primera persona, lo difícil es conseguir todo eso y sin desentonar, que el personaje hable por sí mismo y no desde un artificio literario que se note (aunque a veces hay que dejar claro que es un artificio literario, por supuesto, y no la realidad "real" lo que se cuenta). La primera persona, que antes me parecía más sencilla (quizás porque me estaba explicando el mundo y la literatura) se me vuelve ahora más peliaguda, en tanto quiero dejar claro que el personaje que ¿habla? ¿escribe? ¿piensa en voz alta? ¿se confiesa? no soy yo. Si trabajo me cuesta siempre incluir diálogos cuando voy lanzado en una narración (ya saben eso que dicen: el diálogo para el teatro, la narración para la narrativa), todavía más difícil se me vuelve cuando el texto va redactado en primera persona y hay que acotar quién dice, qué dice, por qué mueve o no mueve la cabeza, como si hiciera falta (que lo mismo sí) describir cada gesto que acompaña a la palabra, o relatar un diálogo que sólo puede ayudar al lector a hacer más llevadera la lectura y que el narrador podría zanjar con cuatro líneas de su cosecha.
Llevo ahora mismo dieciséis o diecisiete páginas de novela nueva, en primera persona, y ya ando hecho un mar de dudas y contradicciones. Porque me puede de nuevo el miedo escénico de perder la comba de las palabras con las que se expresa el personaje que es a la vez el ¿escritor? ¿relator? ¿recitador? ¿pensador? ¿penintente? de la historia que intento narrar. He encontrado la voz y la música, pero esa música y esa voz tienen que ser, por exigencias de la historia, diferentes del prólogo al capítulo primero, y poco a poco debe de ir madurando, cambiando de registro y de estilo cada pocos capítulos, según vaya encontrándose con nuevas situaciones y nuevos personajes, para que desemboque poco a poco en el personaje tal como es en ese prólogo que es a la vez casi el final del libro. O sea, que el problema seguirá, como es normal que siga, con cada comienzo de capítulo, con cada final de episodio. Y si le suman ustedes que, siendo una narración más o menos histórica en un pasado más o menos real, el vocabulario y los símiles y las referencias quedan espantosamente reducidos, aquí me tienen, enfrentado desde hace dos días al síndrome de la pantalla en blanco, al capítulo segundo con dos páginas nada más, a los personajes lampando por salir a escena y al narrador que se entretiene rascándose las cejas, y dudando cómo presentarlos mejor, porque se le va la vida, y la obra misma, en hacerlo de la única manera que puede hacerlo para que la historia valga.
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