Siempre recuerdo aquel dibujo animado de Goofy (ya saben, el amigo algo tarado de Mickey Mouse, ése que nunca supimos exactamente qué era, aunque parece que Stephen King decidió por consenso unilateral que se trata de un perro), una de esas escenas de la infancia que se te quedan clavadas de por vida. Era como el doctor Jekyll y mister Hyde, pero en moderno, en muchísimo más cercano. Durante el trabajo, en casa, con la familia, Goofy era un santo varón, atento, educado, de modales exquisitos, un ciudadano modélico que saludaba a las ancianitas y era conocido por su nombre en toda la urbanización. Se montaba en su coche, uno de esos Dodge Dart tan típicos de los americanos de la era Eisenhower, hasta en los cartoons, y se volvía, literalmente, otro muñeco: los ojos se le salían de las órbitas, empezaba a sudar frío, era un grosero, un malhablado, intransigente y colérico. Y, sobre todo, se volvía imprudente, temerario, puro cavernícola que no inventaba la rueda porque no le hacía falta: ya tenía cuatro. El resultado de aquel dibujo en apariencia inocente, claro, era el previsible: un accidente del que apenas salía bien librado (los personajes Disney no suelen tener el factor curativo que disfrutan, por ejemplo, el Coyote u otros personajes de la Warner).
Para que luego me digan que no se puede hacer radiografía del ser humano a partir de algo aparentemente intrascendente y equívocamente destinado a los niños. Mucho me temo que, al sentarnos al volante, muchos de nosotros (o todos nosotros, en un momento dado) somos igual que Goofy. Nos convertimos en otra persona, sacamos a relucir nuestros instintos más bajos, nos creemos los reyes de la carretera y no nos damos cuenta de que la velocidad mata y las imprudencias se pagan: en nuestra propia carne o en la carne de los otros.
Como la vida es cíclica, llega la Semana Santa y la Dirección General de Tráfico inicia un dispositivo empeñado en salvarnos de nosotros mismos. Y produce escalofríos ver en las grandes autovías esos cartelitos luminosos que nos avisan que el año pasado, a esa misma hora, hubo tantos accidentes y murieron tantas personas. Y todavía da más jindoi cuando uno es consciente de que, unas veces por su culpa y otras por culpa de otros, nadie se libra de formar parte de una estadística similar para el año próximo. Lo han intentado todo, y a veces les da resultado y a veces menos: anuncios con una crudeza inigualable, casi cinema veritá, donde se nos muestran topetazos tan reales y accidentados tan sangrientos que parecen de verdad, esos anuncios grabados cámara al hombro que te provocan un escalofrío de desconcierto, como una premonición que uno no quiere. Y lo intentan también con la palmadita y la zanahoria, apelando a nuestro sentido común, recurriendo a las buenas palabras y las imágenes familiares (¿recuerdan aquello de �Papá no corras� que colocábamos en los salpicaderos?) y que, sin embargo, resulta que no nos tomamos demasiado en serio, como si la cosa no fuera con nosotros; es la campaña que parece que toca este año.
Las carreteras y los coches mejoran, y hasta que esos coches no sean inteligentes de verdad, más que nosotros, o sea, hasta que esos coches se nieguen a arrancar y a saltarse a la torera el código y las imprudencias que hacemos de continuo (beber, hablar por el móvil, discutir con los niños o la parienta, fumar, estar más atento a la música, cambiarnos de carril o adelantar de aquella manera), me da que seguiremos siendo, a partir del lunes de Pascua, cifras en una estadística. A veces me entra la duda: ¿es que los españoles seremos tan negados para conducir como parece que lo somos para aprender idiomas? Este año se nos pide, ya casi con desesperación, más responsabilidad en la carretera (�No podemos conducir por ti�, es el lema), por un lado, y se nos anuncia que se retrasa la implantación del carnet por puntos por el otro, esa medida que en otros países cercanos al parecer ha funcionado mejor. Triste es que tengan que apelarnos a la cartera y no a la lógica para que no nos convirtamos en la sombra de Goofy, o sea, en una caricatura de nosotros mismos, un reflejo deformado del ser humano que en teoría somos.
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