Desde hace poco más de un año tengo en la esquina de casa, apalancaos en el semáforo, a una pareja (a veces un trío) de emigrantes rumanos: dos chicos jóvenes y una chavalita esclava que se pasa la vida en la puerta del supermercado esperando a que llegue su madre y le retire lo poco o mucho que consigue ganar al día. Los dos chicos jóvenes, entre chorros de agua y jabón, intentan ligársela en el espacio que va del verde al rojo en el semáforo. No sé si lo consiguen.

Son un coñazo, ya pueden ustedes imaginarse. Pero me cuido muy mucho de explicarle a mi hijo, con todo el dramatismo que soy capaz, que esos chavales vienen de Bosnia, de Rumanía, de cualquiera sabe qué sitio, que están solos y que han sobrevivido a los horrores de la guerra, y que cada cual se gana los garbanzos como puede. Creo que, desde entonces, Daniel ya no los mira de la misma forma. Aunque siguen siendo un coñazo que te ponen el parabrisas perdido cuando tú tienes prisa por dejar el coche en el puñetero parking y volver corriendo a casa a ver si te ha llegado algo intesante por correo.

La policía se los lleva de vez en cuando: lo que hace ponerse a limpiar parabrisas cuando apenas a doscientos metros hay una comisaría. Uno de ellos, el más jovencillo, ha desaparecido del mapa. Lo mismo está enchironado, lo mismo es rey de otro semáforo. El que queda se ha afeitado el bigote hace unos días (es un chaval joven, delgado, de nariz recta y flequillo rebelde; la imaginación desatada hace que lo vea perfectamente vestido de húsar o cazando vampiros a las órdenes de Anthony Hopkins). Desde hace unos meses lo acompaña otro, algo mayor, más recio, más en plan Popeye de Makinavaja, algo más patibulario. Tiene menos paciencia y se encara con los conductores que no bajan la ventanilla o le gritan que no, cojones, que no quieren que les limpie el puñetero parabrisas, y que se aparte de una vez, que está el semáforo en verde, que los coches de atrás están pitando y se va para atrás con la cuesta. No sé si el rumano lo entiende, pero las broncas con él son continuas, y me temo que la mitad de las veces que la poli se los lleva es por su causa: nada cuesta, una vez superada la cuesta, dar un toque desde el móvil a la comisaría para que venga el zeta y les pegue un repaso.

Hoy, mientras iba caminando al aparcamiento, he sido testigo de otra de esas broncas. El del coche que nones, que no le limpiara nada, jolín ya. Y el rumano (digo yo que será rumano), insistiendo. Al final, la discusión. Pero hoy no ha habido gritos. El rumano se ha ido mascullando entre dientes, se ha colocado detrás del coche, sin dejar de murmurar una letanía en su idioma, y justo cuando el coche arrancaba con una tos de humo, se ha santiguado. O sea, mismamente: he sido testigo de una maldición rumana.

No me ha dado tiempo de ver la matrícula del coche, así que no podré confirmar si mañana o pasado aparece en la prensa porque se ha dado un cate contra una farola. Pero el rumano, desde luego, parecía muy convencido de que iba a pegárselo. Aquí hay un relato, desde luego. No solo importamos pobres diablos, prostitutas del este (ahora me comentan que también coreanas), contrabandistas de jaco, sino también magia.

Aquí hay un relato. Voy a tener que dar la vuelta a la calle cada vez que regrese a casa con el coche. O procurar llevar medio euro suelto, por si las moscas.

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Comentarios

1
De: Anónimo Fecha: 2010-03-11 13:49

A ní me ha roto la luna una rumana y a aguantars e toca. La policia me ha dicho "lo pagas el seguro" Y esta respuesta es peor, mucho peor porquie te están diciendo: "A aguantarse toca porque ellos, tienen más derechos que tú" Qué vergÜenza nacional