Mucho ha tardado la ciudadanía portuense en expresar su protesta, según indican por vía legal, ante lo que no puede considerarse sino un despropósito: rendir las puertas de la ciudad, una semana por año, a la invasión de la barbarie. Porque, como alguien no ponga coto y actúe con cabeza, un año de estos allí va a mascarse la tragedia, como decía aquel viejo anuncio del oeste.

Y es que en el salvaje oeste parece que se convierten, durante cinco o seis días (a veces más, si cuadra puente y hace buen tiempo), las calles de esta bella ciudad de la bahía. O, más bien, en uno esos westerns modernos y apocalípticos que nos ha regalado el cine, un oeste ruidoso y futurista, el oeste de Mad Max y los salvajes de autopista, ése que reconvierte los sombreros Stetson en darthvaderianos cascos de negro brillante y los ponies y los mustangs en motocicletas de gran cilindrada estrepitosa y muerte en los radios de las ruedas.

No sé si han estado ustedes por un casual en El Puerto un fin de semana de motos, pero da miedo. Da mucho miedo. Desde Cádiz, desde las otras ciudades cercanas, incluso desde el mismo Jerez, que es donde se celebra el campeonato, no podemos hacernos una idea de las dimensiones del caos que se monta en la Ribera del Marisco y sus calles aledañas: el ruido, el peligro, los caballitos, los derrapes, el descontrol, los accidentes. Y sobre todo la impunidad, permitida a mayor gloria de... ¿de qué? Según parece, de hacer publicidad a la ciudad y su atractiva oferta turística (e imagino, claro, que de rebote se pondrá alguna medalla el consistorio). O sea, durante una semana, por mor de conseguir llenos de hoteles y restaurantes, se olvida el consenso de las leyes. Se beneficia a unos ciudadanos a costa de los nervios, el sueño, el descanso, la seguridad de quienes tienen la desgracia de vivir en esa zona. A partir del miércoles o el jueves previos al campeonato del mundo, y hasta el lunes siguiente, El Puerto de Santa María se convierte en una ciudad asediada, vencida y saqueada. No hay límites de velocidad, no hay semáforos, no hay aceras. No hay controles de músicas y ruidos, de basuras y cristales ni de consumo de alcohol ante la conducción, de perlas y humos y tracas de petardos. O si los hay, que imagino que los pobres guardias estarán desbordados, como si no importara: a ver quién es el guapo que le pone el cascabel al gato.

Es un problema que viene de largo, y al que nunca se ha hecho el debido caso, porque se aplica aquello de quien paga manda. Pero no es de recibo venderse de esa manera a la invasión, ponerles la alfombra roja en forma de jaula en una de las principales calles y dejar que, con un poco de suerte, no se rompa nadie la cabeza, ni se atropelle a algún vecino o a algún visitante (es conveniente puntualizar que no todos los vándalos vienen de fuera). Vale que sí, que tampoco todos los moteros son iguales, y que el dinero que dejan aquí y allá no es desdeñable, pero no debería costar tanto organizar una fiesta digna y no una orgía de desmanes, tener en cuenta el derecho de los vecinos, la seguridad vial, la propia naturaleza de los pinares cercanos: eso que nadie discute un día normal y que se ignora adrede las jornadas moteras.

No debería ser tan difícil, y en cualquier caso, si resulta tan incontrolable como parece, esos mismos vecinos deberían recibir alguna contraprestación, puesto que ellos no ven ni un duro de los pingües beneficios de los bares del cotarro. Estoy pensando, por ejemplo, en la tasa de recogida de basuras, que deben pagar religiosamente aunque no sea de ellos la mierda de estos días.

No debería ser tan difícil controlar, por otro lado, esa marabunta de hormigas atómicas, porque tampoco se pide un imposible ni nada que no esté ya previsto en las leyes. Lo hacía con éxito John Wayne en Río Lobo; tanto, que lo repitió luego en El Dorado: quien quiera entrar en el pueblo, debe dejar las armas en la entrada. Lo mismo con las motos, con la inseguridad, con el ruido y el peligro. ¿Sabremos alguna vez cuántos accidentes se producen en las carreteras de la provincia estos días, cuántas consultas hay en urgencias, cuántos atropellos, cuántos comas etílicos, cuántos heridos aparte de los más aparatosos y evidentes?

Joselito el Gallo lo habría dicho, si hubiera sido testigo: Quien no ha visto motos en El Puerto, no sabe lo que es una noche de motos.

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