Evidentemente, no es, como dijo Rolling Stone, la mejor serie de televisión de la historia, pero sí es la serie que más claramente nos ha hablado en nuestro propio idioma a quienes nos hemos pasado la vida leyendo tebeos. Buffy the Vampire Slayer es, más que ningún otro intento de plasmar en imágenes en movimiento la forma de ser y sentir los personajes de historietas, la visión casi realista (en un entorno de absoluta fantasía) de cómo se formula la aventura, el romance, el melodrama en el mundo de las viñetas y el continuará. Por eso no es extraño que sea una serie de culto en todo el mundo (¿quién no ha querido ser, digamos, Spider-Man?), y por eso me extraña un mucho que en ciertos foros de internet, nuestro patio de vecinos high-tech, se denoste tanto a este título, precisamente por parte de quienes mejor tendrían que entenderlo: los lectores de cómics y, si me apuran, los lectores de cómics de superhéroes.
Todo viene, claro, del desconocimiento. Juzgamos sin conocer (yo el primero), y a veces nos dejamos llevar por filias y fobias, intentando aplicar las medidas de las grandes superproducciones de Hollywood a lo que no es sino una serie de televisión que tiene un presupuesto limitado, y donde los grandes alardes técnicos y los grandes maquillajes se suplen con eso que, en el cine, es cada vez más difícil de encontrar: el talento.
Como muchos de esos detractores, yo tampoco le presté atención a Buffy al principio. Cierto, vi un par de episodios, sin que me llamaran la atención. La hora en que los pasaban, en el canal digital, me coincidía (papá primerizo) con el momento en que había que preparar el baño de los niños (también por parecidas razones me perdí otra joya a recuperar, Brisco County Jr). Recuerdo que cada vez que pasaba ante la tele había una rubia dando patadas de karate y un calvo muy feo, sacado sin duda de Nosferatu.
Una tarde, transcurrido el tiempo, me enganché. Y me enganché con un episodio que, al contrario de casi todos los demás, no parecía exigir conocer la continuidad de la temporada ni la psicología de los personajes. Lo que en el argot de los comics llamamos un one-shot. Ese episodio era, claro, The Zeppo, la historia particular de Xander con cuatro punkies zombies y su forma de salvar al mundo sin que nadie se entere, mientras Buffy y los demás Scoobies se partían la cara off-camera con una amenaza que nunca veíamos. La mezcla de humor, acción, mala leche, chistes intertextuales me pudo. Vi que ahí había algo. Le di una oportunidad a la serie al día siguiente. Y al otro. Y al otro. Y como gracias a Dios el mundo es cada vez más chico, me fui haciendo con la serie en DVD, desde el principio.
Buffy tiene resabios de Spider-Man y Los Vengadores, de Tumba de Drácula y de la Patrulla-X. Hay personajes que uno equipara fácilmente con Nick Furia, con Harry Osborn, con Mary Jane Watson, con Lobezno, Cíclope, Estela Plateada, el Capitán América, el profesor Xavier. Los referentes a punta pala no sólo no ahogan la serie, sino que además la enriquecen. Cada temporada es un arco cerrado que, a su vez, se va abriendo a otros arcos. Muy pronto los episodios individuales dan paso a un scope mayor, a eso que hemos convenido en llamar el whedonverso. Y, cuando Angel salta de la serie madre y se establece como improbable detective de lo oculto en la ciudad que lleva en plural su nombre, la interacción entre las dos series (al menos mientras compartieron la misma cadena televisiva), nos recuerda inevitablemente a los cross-overs de los tebeos que tanto queremos.
Es incierto que Buffy sea la serie de una adolescente que caza vampiros entre patada y golpe. Los vampiros pronto se ven auxiliados por todo tipo de monstruos y demonios, y la aventura juvenil del instituto y el horror que allí existe (y sé bien de lo que hablo, trabajo en uno, ¿o por qué si no llevo a clase mi cruz de plata y guardo en mi taquilla frascos de agua bendita?) pronto da paso a algo mucho más grande, más heroico, más serio.
Porque Buffy lucha por la integración, igual que Angel, en su serie, intenta vanamente redimirse de sus pecados. En cada personaje de Buffy hay algo de nosotros, y las siete temporadas vividas en Sunnydale no hacen sino acercarnos, en clave de aventura vampírica y terrorífica, los grandes miedos y los grandes riesgos que todos hemos corrido, o vamos a correr, al pasar de la adolescencia a ese gran espanto que es la edad adulta. Joss Whedon (y sus guionistas) han escrito una parábola no de la adolescencia, sino de la vida misma, y en Xander, Willow, Cordelia, Angel, Anya, Spike, Drusilla, Jonathan, Giles, Oz, Dawn, Darla podemos vernos reflejados a nosotros mismos, a nuestros amigos, a situaciones que hemos intuido o vivido, sin los horrores vampíricos o del otro mundo, quizás, pero con las incertidumbres y los temores del que nos ha tocado en suerte: el miedo a ser distinto, el miedo a elegir una opción sexual, el miedo al ridículo, el miedo al trabajo y el matrimonio, el miedo a decir la verdad, el miedo a no guardar las apariencias, el miedo a ser abandonada por el primer novio que se empapa en nuestro cuerpo, el miedo al fracaso, el miedo a la muerte del ser más querido.
Todo, contado en segmentos perfectos de cuarenta y dos minutos. Sin olvidar que se está haciendo televisión, con el fantasma de los presupuestos y las cancelaciones pendiente en todo momento. Todo, desarrollando a los personajes de manera lógica, amorosa y despiadada al mismo tiempo, sabiendo que cada decisión (como en la vida adulta, al contrario de cómo en los cómics) no tiene vuelta atrás. Todo, permitiendo que los actores se luzcan y se enriquezcan con la enorme gama de matices que les permiten unos personajes que les son igual de cercanos que a nosotros. Porque también ellos han tenido, sin duda, un monstruo debajo de la cama, un demonio ejecutor en el instituto, un político corrupto que hace pactos con el más allá, una novia que les sonríe desde el otro lado del misterio.
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